TEXTOS DE INTERÉS |
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El
18 de brumario de Luis Bonaparte. Dedicada a Manuel José Karl Marx |
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El 18 Brumario de Luis Bonaparte fue escrito por Marx en alemán en diciembre de 1851 - marzo de 1852. Publicado como primer número de la revista DIE REVOLUTION en Nueva York en 1852. Título original Der Achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte. Traducido al español por la Editorial Progreso de Moscú según la edición de 1869. Y publicado por la misma Editorial Progreso en C. Marx/F. Engels: Obras escogidas en tres tomos, Moscú 1981, Tomo I, páginas 404 a 498. |
Un libro |
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Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y
personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos,
dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la
otra como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por
Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a
1795, el sobrino por el tío. ¡Y a la misma caricatura en las
circunstancias que acompañan a la segunda edición del Dieciocho
Brumario! Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre
arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo
aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que
existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas
las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los
vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a
transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto,
en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando
conjuran temerosos en su exilio los espíritus del pasado, toman
prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con
este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado,
representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero
se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió
alternativamente con el ropaje de la República romana y del Imperio
romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que
parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793
a 1795. Es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo
traduce siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu
del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él
cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su
lenguaje natal. Si examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia
universal, observaremos en seguida una diferencia que salta a la
vista. Camilo Desmoulins, Dantón, Robespierre, Saint-Just, Napoleón,
los héroes, lo mismo que los partidos y la masa de la antigua
revolución francesa, cumplieron, bajo el ropaje romano y con frases
romanas, la misión de su tiempo: librar de las cadenas e instaurar
la sociedad burguesa moderna. Los unos hicieron añicos las
instituciones feudales y segaron las cabezas feudales que habían
brotado en él. El otro creó en el interior de Francia las
condiciones bajo las cuales ya podía desarrollarse la libre
concurrencia, explotarse la propiedad territorial parcelada,
aplicarse las fuerzas productivas industriales de la nación, que
habían sido liberadas; y del otro lado de las fronteras francesas
barrió por todas partes las formaciones feudales, en el grado en
que esto era necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia
en el continente europeo de un ambiente adecuado, acomodado a los
tiempos. Una vez instaurada la nueva formación social,
desaparecieron los colosos antediluvianos, y con ellos el romanismo
resucitado: los Brutos, los Gracos, los Publícolas, los tribunos,
los senadores y hasta el mismo Cesar. Con su sobrio practicismo, la
sociedad burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y
portavoces en los Say, los Cousin, los Royer-Collard, los Benjamín
Constant y los Guizot; sus verdaderos caudillos estaban en las
oficinas comerciales, y la cabeza atocinada de Luis XVIII era su
cabeza política. Completamente absorbida pro la producción de la
riqueza y por la lucha pacífica de la concurrencia, ya no se daba
cuenta de que los espectros del tiempo de los romanos habían velado
su cuna. Pero, por muy poco heroica que la sociedad burguesa sea,
para traerla al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo,
la abnegación, el terror, la guerra civil y las batallas de los
pueblos. Y sus gladiadores encontraron en las tradiciones clásicamente
severas de la República romana los ideales y las formas artísticas,
las ilusiones que necesitaban para ocultarse a sí mismos el
contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión
a la altura de la gran tragedia histórica. Así, en otra fase de
desarrollo, un siglo antes, Cromwell y el pueblo inglés habían ido
a buscar en el Antiguo Testamento el lenguaje, las pasiones y las
ilusiones para su revolución burguesa. Alcanzada la verdadera meta,
realizada la transformación burguesa de la sociedad inglesa, Locke
desplazó a Habacuc. En esas revoluciones, la resurrección de los muertos servía,
pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las
antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para
retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de
nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez
a su espectro. En 1848-1851, no hizo más que dar vueltas el espectro de la
antigua revolución, desde Marrast, le républicain en gants
jaunes, que se disfrazó de viejo Bailly, hasta el aventurero
que esconde sus vulgares y repugnantes rasgos bajo la férrea
mascarilla de muerte de Napoleón. Todo un pueblo que creía haberse
dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra
de pronto retrotraído a una época fenecida, y para que no pueda
haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las viejas fechas,
el viejo calendario, los viejos nombres, los viejos edictos
(entregados ya, desde hace largo tiempo, a la erudición de los
anticuarios) y los viejos esbirros, que parecían haberse podrido
desde hace mucho tiempo. La nación se parece a aquel inglés loco
de Bedlam que creía vivir en tiempo de los viejos faraones y se
lamentaba diariamente de las duras faenas que tenía que ejecutar
como cavador de oro en las minas de Etiopía, emparedado en aquella
cárcel subterránea, con una lámpara de luz mortecina sujeta en la
cabeza, detrás el guardián de los esclavos con su largo látigo y
en las salidas una turbamulta de mercenarios bárbaros, incapaces de
comprender a los forzados ni de entenderse entre sí porque no
hablaban el mismo idioma. «¡Y todo esto -suspira el loco- me lo
han impuesto a mí, a un ciudadano inglés libre, para sacar oro
para los antiguos faraones!» «¡Para pagar las deudas de la
familia Bonaparte!», suspira la nación francesa. El inglés,
mientras estaba en uso de su razón, no podía sobreponerse a la
idea fija de obtener oro. Los franceses, mientras estaban en
revolución, no podían sobreponerse al recuerdo napoleónico, como
demostraron las elecciones del 10 de diciembre. Ante los peligros de
la revolución se sintieron atraídos por el recuerdo de las ollas
de Egipto, y la respuesta fue el 2 de diciembre de 1851. No sólo
obtuvieron la caricatura del viejo Napoleón, sino al propio viejo
Napoleón en caricatura, tal como necesariamente tiene que aparecer
a mediados del siglo XIX. La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del
pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia
tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el
pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los
recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su
propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los
muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio
contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el
contenido desborda la frase. La revolución de febrero cogió desprevenida,
sorprendió a
la vieja sociedad, y el pueblo proclamó este golpe de mano inesperado
como una hazaña de la historia universal con la que se abría la
nueva época. El 2 de diciembre, la revolución de febrero es
escamoteada por la voltereta de un jugador tramposo, y lo que parece
derribado no es ya la monarquía, sino las concesiones liberales que
le habían sido arrancadas por seculares luchas. Lejos de ser la
sociedad misma la que se conquista un nuevo contenido, parece como
si simplemente el Estado volviese a su forma más antigua, a la
dominación desvergonzadamente simple del sable y la sotana. Así
contesta al coup de main de febrero de 1848 el coup de tête de diciembre de 1851. Por donde se vino, se fue. Sin embargo, el
intervalo no ha pasado en vano. Durante los años de 1848 a 1851, la
sociedad francesa asimiló, y lo hizo mediante un método abreviado,
por ser revolucionario, las enseñanzas y las experiencias que en un
desarrollo normal, lección tras lección, por decirlo así, habrían
debido preceder a la revolución de febrero, para que ésta hubiese
sido algo más que un estremecimiento en la superficie. Hoy, la
sociedad parece haber retrocedido más allá de su punto de partida;
en realidad, lo que ocurre es que tiene que empezar por crearse el
punto de partida revolucionario, la situación, las relaciones, las
condiciones, sin las cuales no adquiere un carácter serio la
revolución moderna. Las revoluciones burguesas, como la del siglo XVIII, avanzan
arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se
atropellan, los hombres y las cosas parecen iluminados por fuegos de
artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas
revoluciones son de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y una
larga depresión se apodera de la sociedad, antes de haber aprendido
a asimilarse serenamente los resultados de su período impetuoso y
agresivo. En cambio, las revoluciones proletarias como las del siglo
XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen
continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía
terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y
cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la
mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su
adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva
a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden
constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios
fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás
y las circunstancias mismas gritan: Hic Rhodus, hic salta! ¡Aquí está la rosa, baila aquí! Por lo demás, cualquier observador mediano, aunque no hubiese
seguido paso a paso la marcha de los acontecimientos en Francia, tenía
que presentir que esperaba a la revolución una inaudita vergüenza.
Bastaba con escuchar los engreídos ladridos de triunfo con que los
señores demócratas se felicitan mutuamente por los efectos
milagrosos que esperaban del segundo domingo de mayo de 1852. El
segundo domingo de mayo de 1852 habíase convertido en sus cabezas
en una idea fija, en un dogma, como en las cabezas de los quiliastas
el día en que había de reaparecer Cristo y comenzar el reino
milenario. La debilidad había ido a refugiarse, como siempre, en la
fe en el milagro: creía vencer al enemigo con sólo descartarlo mágicamente
con la fantasía, y perdía toda la comprensión del presente ante
la glorificación pasiva del futuro que les esperaba y de las hazañas
que guardaba in petto, pero que aún no consideraba oportuno
revelar. Esos héroes que se esforzaban en refutar su probada
incapacidad prestándose mutua compasión y reuniéndose en un
tropel, habían atado su hatillo, se embolsaron sus coronas de
laurel a crédito y se disponían precisamente a descontar en el
mercado de letras de cambio las repúblicas in partibus para las
que, en el secreto de su ánimo poco exigente, tenían ya
previsoramente preparado el personal de gobierno. El 2 de diciembre
cayó sobre ellos como un rayo en cielo sereno, y los pueblos, que
en épocas de malhumor pusilánime gustaban de dejar que los
voceadores más chillones ahoguen su miedo interior, se habrán
convencido quizá de que han pasado ya los tiempos en que el
graznido de los gansos podía salvar el Capitolio. La Constitución, la Asamblea Nacional, los partidos dinásticos,
los republicanos azules y los rojos, los héroes de África, el
trueno de la tribuna, el relampagueo de la prensa diaria, toda la
literatura, los nombres políticos y los renombres intelectuales, la
ley civil y el derecho penal, la liberté, égalité, fraternité y
el segundo domingo de mayo de 1852, todo ha desaparecido como una
fantasmagoría al conjuro de un hombre al que ni sus mismos enemigos
reconocen como brujo. El sufragio universal sólo pareció
sobrevivir un instante para hacer su testamento de puño y letra a
los ojos del mundo entero y poder declarar, en nombre del propio
pueblo: "Todo lo que existe merece perecer". No basta con decir, como hacen los franceses, que su nación fue
sorprendida. Ni a la nación ni a la mujer se les perdona la hora de
descuido en que cualquier aventurero ha podido abusar de ellas por
la fuerza. Con estas explicaciones no se aclara el enigma; no se
hace más que presentarlo de otro modo. Quedaría por explicar cómo
tres caballeros de industria pudieron sorprender y reducir al
cautiverio, sin resistencia, a una nación de 36 millones de almas. Recapitulemos, en sus rasgos generales, las fases recorridas por
la revolución francesa desde el 24 de febrero de 1848 hasta el mes
de diciembre de 1851. Hay tres períodos capitales que son inconfundibles:
el período
de febrero; del 4 de mayo de 1848 al 28 de mayo de 1849, período
de constitución de la república o de la Asamblea Nacional
Constituyente; del 28 de mayo de 1849 al 2 de diciembre de 1851, período de la república constitucional
o de la Asamblea
Nacional Legislativa. El primer período, desde el 24 de febrero, o desde la caída
de Luis Felipe, hasta el 4 de mayo de 1848, fecha en que se reúne
la Asamblea Constituyente, el período de febrero,
propiamente dicho, puede calificarse como de prólogo de la
revolución. Su carácter se revela oficialmente en el hecho de que
el Gobierno por él improvisado se declarase a sí mismo provisional,
y, como el Gobierno, todo lo que este período sugirió, intentó o
proclamó, se presentaba también como algo puramente provisional.
Nada ni nadie se atrevía a reclamar para sí el derecho a existir y
a obrar de un modo real. Todos los elementos que habían preparado o
determinado la revolución, la oposición dinástica, la burguesía
republicana, la pequeña burguesía democrático-republicana y los
obreros socialdemócratas encontraron su puesto provisional en el Gobierno
de febrero. No podía ser de otro modo. Las jornadas de febrero proponíanse
primitivamente como objetivo una reforma electoral, que había de
ensanchar el círculo de los privilegiados políticos dentro de la
misma clase poseedora y derribar la dominación exclusiva de la
aristocracia financiera. pero cuando estalló el conflicto real y
verdadero, el pueblo subió a las barricadas, la Guardia Nacional se
mantuvo en actitud pasiva, el ejército no opuso una resistencia
seria y la monarquía huyó, la república pareció la evidencia por
sí misma. Cada partido interpretaba a su manera. Arrancada por el
proletariado con las armas en la mano, éste le imprimió su sello y
la proclamó república social. Con esto se indicaba el
contenido general de la moderna revolución, el cual se hallaba en
la contradicción más peregrina con todo lo que por el momento podía
ponerse en práctica directamente, con el material disponible, el
grado de desarrollo alcanzado por la masa y bajo las circunstancias
y relaciones dadas. De otra parte, las pretensiones de todos los demás
elementos que habían cooperado a la revolución de febrero fueron
reconocidas en la parte leonina que obtuvieron en el Gobierno. Por
eso, en ningún período nos encontramos con una mezcla más
abigarrada de frases altisonantes e inseguridad y desamparo
efectivos, de aspiraciones más entusiastas de innovación y de
imperio más firme de la vieja rutina, de más aparente armonía de
toda la sociedad y más profunda discordancia entre sus elementos.
Mientras el proletariado de París se deleitaba todavía en la visión
de la gran perspectiva que se había abierto ante él y se entregaba
con toda seriedad a discusiones sobre los problemas sociales, las
viejas fuerzas de la sociedad se habían agrupado, reunido, vuelto
en sí y encontrado un apoyo inesperado en la masa de la nación, en
los campesinos y los pequeños burgueses, que se precipitaron todos
de golpe a la escena política, después de caer las barreras de la
monarquía de Julio. El segundo período, desde el 4 de mayo de 1848 hasta
fines de mayo de 1849, es el período de la constitución, de la
fundación de la república burguesa. Inmediatamente después de
las jornadas de febrero no sólo se vio sorprendida la oposición
dinástica por los republicanos, y éstos por los socialistas, sino
toda Francia por París. La Asamblea Nacional, que se reunió el 4
de mayo de 1848, salida de las elecciones nacionales, representaba a
la nación. Era una protesta viviente contra las pretensiones de las
jornadas de febrero y había de reducir al rasero burgués los
resultados de la revolución. En vano el proletariado de París, que
comprendió inmediatamente el carácter de esta Asamblea Nacional,
intentó el 15 de mayo, pocos días después de reunirse ésta,
destacar por fuerza su existencia, disolverla, descomponer de nuevo
en sus distintas partes integrantes la forma orgánica con que le
amenazaba el espíritu reaccionante de la nación. Como es sabido,
el único resultado del 15 de mayo fue alejar de la escena pública
durante todo el ciclo que examinamos a Blanqui y sus camaradas, es
decir, a los verdaderos jefes del partido proletario. A la monarquía burguesa
de Luis Felipe sólo puede
suceder la república burguesa; es decir que si en nombre del
rey, había dominado una parte reducida de la burguesía, ahora
dominará la totalidad de la burguesía en nombre del pueblo. Las
reivindicaciones del proletariado de París son paparruchas utópicas,
con las que hay que acabar. El proletariado de París contestó a
esta declaración de la Asamblea Nacional Constituyente con la
insurrección de junio, el acontecimiento más gigantesco en la
historia de las guerras civiles europeas. Venció la república
burguesa. A su lado estaban la aristocracia financiera, la burguesía
industrial, la clase media, los pequeños burgueses, el ejército,
el lumpemproletariado organizado como Guardia Móvil, los
intelectuales, los curas y la población del campo. Al lado del
proletariado de París no estaba más que él solo. Más de 3.000
insurrectos fueron pasados a cuchillo después de la victoria y
15.000 deportados sin juicio. Con esta derrota, el proletariado pasa
al fondo de la escena revolucionaria. Tan pronto como el
movimiento parece adquirir nuevos bríos, intenta una vez y otra
pasar nuevamente a primer plano, pero con un gasto cada vez más débil
de fuerzas y con resultados cada vez más insignificantes. Tan
pronto como una de las capas sociales superiores a él experimenta
cierta efervescencia revolucionaria, el proletariado se enlaza a
ella y así va compartiendo todas las derrotas que sufren unos tras
otros los diversos partidos. pero estos golpes sucesivos se atenúan
cada vez más cuanto más se reparten por toda la superficie de la
sociedad. Sus jefes más importantes en la Asamblea Nacional y en la
prensa van cayendo unos tras otros, víctimas de los tribunales, y
se ponen al frente de él figuras cada vez más equívocas. En
parte, se entrega a experimentos doctrinarios, Bancos de cambio y
asociaciones obreras, es decir, a un movimiento en el que renuncia a
transformar el viejo mundo, con ayuda de todos los grandes recursos
propios de este mundo, e intenta, por el contrario, conseguir su
redención a espaldas de la sociedad, por la vía privada, dentro de
sus limitadas condiciones de existencia, y por tanto, forzosamente
fracasa. Parece que no puede descubrir nuevamente en sí mismo
la grandeza revolucionaria, ni sacar nuevas energías de los nuevos
vínculos que se han creado, mientras todas las clases con
las que ha luchado en junio, no estén tendidas, a todos lo largo a
su lado mismo. Pero, por lo menos, sucumbe con los honores de una
gran lucha de alcance histórico-universal; no sólo Francia, sino
toda Europa tiembla ante el terremoto de junio, mientras que las
sucesivas derrotas de las clases más altas se consiguen a tan poca
costa, que sólo la insolente exageración del partido vencedor
puede hacerlas pasar por acontecimientos, y son tanto más
ignominiosas cuanto más lejos queda del proletariado el partido que
sucumbe. Ciertamente, la derrota de los insurrectos de junio había
preparado, allanado, el terreno en que podía cimentarse y erigirse
la república burguesa; pero, al mismo tiempo, había puesto de
manifiesto que en Europa se ventilaban otras cuestiones que la de «república
o monarquía». Había revelado que aquí república burguesa equivalía
a despotismo ilimitado de una clase sobre otras. Había demostrado
que en países de vieja civilización, con una formación de clases
desarrollada, con condiciones modernas y de producción y con una
conciencia intelectual, en la que todas las ideas tradicionales se
hallan disueltas por un trabajo secular, la república no
significa en general más que la forma política de la subversión
de la sociedad burguesa y no su forma conservadora de vida,
como, por ejemplo, en los Estados Unidos de América, donde si bien
existen ya clases, éstas no se han plasmado todavía, sino que
cambian constantemente y se ceden unas a otras sus partes
integrantes, en movimiento continuo; donde los medios modernos de
producción, en vez de coincidir con una superpoblación crónica,
suplen más bien la escasez relativa de cabezas y brazos, y donde,
por último, el movimiento febrilmente juvenil de la producción
material, que tiene un mundo nuevo que apropiarse, no ha dejado
tiempo ni ocasión para eliminar el viejo mundo fantasmal. Durante las jornadas de junio, todas las clases y todos los partidos se habían unido en un partido del orden frente a la clase proletaria, como partido de la anarquía, del socialismo, del comunismo. Habían «salvado» a la sociedad de «los enemigos de la sociedad». Habían dado a su ejército como santo y seña los tópicos de la vieja sociedad: «Propiedad, familia, religión y orden», y gritado a la cruzada contrarrevolucionaria: «¡Bajo este signo vencerás!» Desde este instante, tan pronto como uno cualquiera de los numerosos partidos que se habían agrupado bajo aquel signo contra los insurrectos de junio, intenta situarse en el palenque revolucionario en su propio interés de clase, sucumbe al grito de «¡Propiedad, familia, religión y orden!» La sociedad es salvada cuantas veces se va restringiendo el círculo de sus dominadores y un interés más exclusivo se impone al más amplio. Toda reivindicación, aun de la más elemental reforma financiera burguesa, del liberalismo más vulgar, del más formal republicanismo, de la más trivial democracia, es castigada en el acto como un «atentado contra la sociedad» y estigmatizada como «socialismo». Hasta que, por último, los pontífices de «la religión y el orden» se ven arrojados ellos mismos a puntapiés de sus sillas píticas, sacados de la cama en medio de la noche y de la niebla, empaquetados en coches celulares, metidos en la cárcel o enviados al destierro; de su templo no queda piedra sobre piedra, sus bocas son selladas, sus plumas rotas, su ley desgarrada, en nombre de la religión, de la propiedad, de la familia y del orden. Burgueses fanáticos del orden son tiroteados en sus balcones por la soldadesca embriagada, la santidad del hogar es profanada y sus casas son bombardeadas como pasatiempo, y en nombre de la propiedad, de la familia, de la religión y del orden. La hez de la sociedad burguesa forma por fin la sagrada falange del orden, y el héroe Krapülinski se instala en las Tullerías como «salvador de la sociedad». Capítulo II Reanudamos el hilo de los acontecimientos. La historia de la
Asamblea Nacional Constituyente desde
las jornadas de junio es la historia de la dominación y de la
disgregación de la fracción burguesa republicana, de aquella
fracción que se conoce por lo nombres de republicanos tricolores,
republicanos puros, republicanos políticos, republicanos
formalistas, etc. Bajo la monarquía burguesa de Luis Felipe, esta fracción había
formado la oposición republicana oficial y era, por
tanto, parte integrante reconocida del mundo político de la época.
Tenía sus representantes en las Cámaras y un considerable campo de
acción en la prensa. Su órgano parisino, el National era
considerado, a su modo, un órgano tan respetable como el Journal
des Débats; a esta posición que ocupaba bajo la monarquía
constitucional correspondía su carácter. No se trata de una fracción
de la burguesía mantenida en cohesión por grandes intereses
comunes y deslindada por condiciones peculiares de producción, sino
de una pandilla de burgueses, escritores, abogados oficiales y
funcionarios de ideas republicanas, cuya influencia descansaba en
las antipatías personales del país contra Luis Felipe, en los
recuerdos de la antigua república, en la fe republicana de un
cierto número de soñadores, y sobre todo en el nacionalismo
francés, cuyo odio contra los Tratados de Viena y contra la
alianza con Inglaterra atizaba constantemente esta fracción. Una
gran parte de los partidarios que tenía el National bajo
Luis Felipe los debía a este imperialismo recatado, que más tarde,
bajo la república, pudo enfrentarse, por tanto, con él, como un
competidor aplastante, en la persona de Luis Bonaparte. Combatía a
la aristocracia financiera, como lo hacía todo el resto e la
oposición burguesa. La polémica contra el presupuesto, que en
Francia se hallaba directamente relacionada en la lucha contra la
aristocracia financiera, brindaba una popularidad demasiado barata y
proporcionaba a los leading articles puritanos materia
demasiado abundante, para que no se la explotase. La burguesía
industrial le estaba agradecida por su defensa servil del sistema
proteccionista francés, que él, sin embargo, acogía por razones más
bien nacionales que nacional-económicas; la burguesía, en
conjunto, le estaba agradecida por sus odiosas denuncias contra el
comunismo y el socialismo. Por lo demás, el partido del National era
puramente republicano, exigía que el dominio de la
burguesía adoptase formas republicanas en vez de monárquicas, y
exigía sobre todo su parte de león en este dominio. Respecto a las
condiciones de esta transformación, no veía absolutamente nada
claro. Lo que, en cambio, vía claro como la luz del sol y lo que se
declaraba públicamente en los banquetes de la reforma en los últimos
tiempos del reinado de Luis Felipe, era su impopularidad entre los
pequeños burgueses demócratas y sobre todo entre el proletariado
revolucionario. Estos republicanos puros -los republicanos puros son
así- estaban completamente dispuestos a contentarse por el momento
con una regencia de la duquesa de Orleans, cuando estalló la
revolución de febrero y asignó a sus representantes más conocidos
un puesto en el Gobierno provisional. Poseían, de antemano,
naturalmente, la confianza de la burguesía ay la mayoría de la
Asamblea Nacional Constituyente. De la Comisión ejecutiva que se
formó en la Asamblea Nacional al reunirse ésta, fueron
inmediatamente excluidos los elementos socialistas del
Gobierno provisional, y el partido del National se aprovechó
del estallido de la insurrección desde junio para dar el pasaporte
a la Comisión ejecutiva, y desembarazarse así de sus
rivales más afines, los republicanos pequeñoburgueses o republicanos
demócratas (Ledru-Rollin, etc.). Cavaignac, el general del
partido republicano burgués, que había dirigido la batalla de
junio, sustituyó a la Comisión ejecutiva con una especie de poder
dictatorial. Marrast, antiguo redactor jefe del National, se
convirtió en el presidente perpetuo de la Asamblea Nacional
Constituyente, y los ministerios y todos los demás puestos
importantes cayeron en manos de los republicanos puros. La fracción burguesa republicana, que había venido considerándose
desde hacía mucho tiempo como la legítima heredera de la monarquía
de Julio vio así superadas sus esperanzas más audaces, pero no
llegó al poder como soñara bajo Luis Felipe, por una revuelta
liberal de la burguesía contra el trono, sino por una insurrección
sofocada a cañonazos, del proletariado contra el capital. Lo que
ella se había imaginado como el acontecimiento más
revolucionario resultó ser, en realidad, el más
contrarrevolucionario. Le cayó el fruto en el regazo, pero no
cayó del árbol de la vida, sino del árbol de conocimiento. La exclusiva
dominación de los republicanos burgueses sólo
duró desde el 24 de junio hasta el 10 de diciembre de 1848. Esta
etapa se resume en la redacción de una Constitución republicana,
y en la proclamación del estado de sitio en París. La nueva
Constitución no era, en el fondo, más que una
reedición republicanizada de la Carta Constitucional, de 1830. El
censo electoral restringido de la monarquía de Julio, que excluía
de la dominación política incluso a una gran parte de la burguesía,
era incompatible con la existencia de la república burguesa. La
revolución de febrero había proclamado inmediatamente el sufragio
universal y directo para reemplazar el censo restringido. Los
republicanos burgueses no podían deshacer este hecho. Tuvieron que
contentarse con añadir la condición restrictiva de un domicilio
mantenido durante seis meses en el punto electoral. La antigua
organización administrativa, municipal, judicial, militar, etc., se
mantuvo intacta, y allí donde la Constitución la modificó, estas
modificaciones afectaban al índice y no al contenido; al nombre, no
a la cosa. El inevitable Estado Mayor de las libertades de 1848, la libertad
personal, de prensa, de palabra, de asociación, de reunión, de
enseñanza, de culto, etc., recibió un uniforme constitucional, que
hacía a éstas invulnerables. En efecto, cada una de estas
libertades era proclamada como el derecho absoluto del
ciudadano francés, pero con un comentario adicional de que estas
libertades son ilimitadas en tanto en cuanto no son limitadas por
los «derechos iguales de otros y por la seguridad pública»,
o bien por «leyes» llamadas a armonizar estas libertades
individuales entre sí y con la seguridad pública. Así, por
ejemplo: «Los ciudadanos tienen derecho a asociarse, a reunirse pacíficamente
y sin armas, a formular peticiones y a expresar sus opiniones por
medio de la prensa o de otro modo. El disfrute de estos derechos
no tiene más límite que los derechos iguales de otros y a la
seguridad pública» (cap. II de la Constitución francesa, art.
8). «La enseñanza es libre. La libertad de enseñanza se ejercerá
según las condiciones que determina la ley y bajo control supremo
del estado (lugar cit. art. 9). «El domicilio de todo ciudadano es
inviolable, salvo en las condiciones previstas por la ley» (cap.
II. art. 3), etc. Por tanto, la Constitución se remite
constantemente a futuras leyes orgánicas, que han de
precisar y poner en práctica aquellas reservas y regular el
disfrute de estas libertades ilimitadas, de modo que no choquen
entre sí, ni con la seguridad pública. Y esta leyes orgánicas
fueron promulgadas más tarde por los amigos del orden, y todas esas
libertades reguladas de modo que la burguesía no chocase en su
disfrute con los derechos iguales de las otras clases. Allí donde
veda completamente «a los otros» estas libertades, o consiente su
disfrute bajo condiciones que son otras tantas celadas policíacas,
lo hace siempre, pura y exclusivamente, en interés de la «seguridad
pública», es decir, de la seguridad de la burguesía, tal y
como lo ordena la Constitución. En lo sucesivo, ambas partes
invocan, por tanto, con pleno derecho, la Constitución: los amigos
del orden al anular todas esas libertades, y los demócratas, al
reivindicarlas todas. Cada artículo de la Constitución contiene,
en efecto, su propia antítesis, su propia cámara alta y su propia
cámara baja. En la frase general, la libertad; en el comentario
adicional, la anulación de la libertad. Por tanto, mientras se
respetase el nombre de la libertad y sólo se impidiese su aplicación
real y efectiva -por la vía legal se entiende-, la existencia
constitucional de la libertad permanecía íntegra, intacta, por
mucho que se asesinase su existencia común y corriente. Sin embargo, esta Constitución, convertida en inviolable de un
modo tan sutil, era como Aquiles, vulnerable en un punto, no en el
talón, sino en la cabeza, o mejor dicho en las dos cabezas en que
culminaba: la Asamblea Legislativa, de una parte, y, de otra,
el presidente. Si se repasa la Constitución, se verá que
los únicos artículos absolutos, positivos, indiscutibles y sin
tergiversación posible, son los que determinan las relaciones entre
el presidente y la Asamblea Legislativa. En efecto, aquí se
trataba, para los republicanos burgueses, de asegurar su propia
posición. Los artículos 45-70 de la Constitución están
redactados de tal forma, que la Asamblea Nacional puede eliminar el
presidente de un modo constitucional, mientras que el presidente sólo
puede eliminar a la Asamblea Nacional inconstitucionalmente,
desechando la Constitución misma. Aquí, ella misma provoca, pues,
su violenta supresión. No sólo consagra la división de poderes,
como la Carta Constitucional de 1830, sino que la extiende hasta una
contradicción insostenible. El juego de los poderes
constitucionales, como Guizot llamaba a las camorras
parlamentarias entre el poder legislativo y el ejecutivo, juega en
la Constitución de 1848 constantemente va banque. De un
lado, 750 representantes del pueblo, elegidos por sufragio universal
y reelegibles, que forman una Asamblea Nacional que goza de
omnipotencia legislativa, que decide en última instancia acerca de
la guerra, de la paz y de los tratados comerciales, la única que
tiene el derecho de amnistía y que con su permanencia ocupa
constantemente el primer plano de la escena. De otro lado, el
presidente, con todos los atributos del poder regio, con facultades
para nombrar y separar a sus ministros, independientemente de la
Asamblea Nacional, con todos los medios del poder ejecutivo en sus
manos, siendo el que distribuye todos los puestos y el que, por
tanto, decide en Francia la suerte de más de millón y medio de
existencias, que dependen de los 500.000 funcionarios y oficiales de
todos los grados. Tiene bajo su mando todo el poder armado. Goza del
privilegio de indultar a los delincuentes individuales, de dejar en
suspenso a los guardias nacionales, de destituir, de acuerdo con el
Consejo de Estado, los consejos generales y cantonales y los
ayuntamientos elegidos por los mismos ciudadanos. La iniciativa y la
dirección de todos los tratados con el extranjero son facultades
reservadas a él. Mientras que la Asamblea Nacional actúa
constantemente sobre las tablas, expuesta a la luz del día y a la
crítica pública, el presidente lleva una vida oculta en los Campos
Elíseos y, además, teniendo siempre clavado en los ojos y en el
corazón el artículo 45 de la Constitución, que le grita un día
tras otro: «frère, il faut mourir!» ¡Tu poder acaba el
segundo domingo del hermoso mes de mayo del cuarto año de tu elección!
¡Y entonces, todo este esplendor se ha acabado y la función no
puede repetirse, y si tienes deudas mira a tiempo cómo te las
arreglas para saldarlas con los 600.000 francos que te asigna la
Constitución, si es que acaso no prefieres dar con tus huesos en
Clichy al segundo lunes del hermoso mes de mayo! A la par que asigna
al presidente el poder efectivo, la Constitución procura asegurar a
la Asamblea Nacional el poder moral. Aparte de que es imposible
atribuir un poder moral mediante los artículos de una ley, la
Constitución aquí vuelve a anularse a sí misma, al disponer que
el presidente será elegido por todos los franceses mediante
sufragio universal y directo. Mientras que los votos de Francia se
dispersan entre los 750 diputados de la Asamblea Nacional, aquí se
concentran, por el contrario en un solo individuo. Mientras
que cada uno de los representantes del pueblo sólo representan a
este o a aquel partido, a esta o aquella ciudad, a esta o aquella
cabeza de puente o incluso a la mera necesidad de elegir a uno
cualquiera que haga el número de los 750, sin parar mientes
minuciosamente en la cosa ni en el nombre, él es el elegido
de la nación, y el acto de su elección es el gran triunfo que se
juega una vez cada cuatro años el pueblo soberano. La Asamblea
Nacional elegida está en una relación metafísica con la nación,
mientras que el presidente elegido está en una relación personal.
La Asamblea Nacional representa, sin duda, en sus distintos
diputados, las múltiples facetas del espíritu nacional, pero en el
presidente se encarna este espíritu. El presidente posee frente a
ella una especie de derecho divino, es presidente por la Gracia del
Pueblo. Tetis, la diosa del mar, había profetizado a Aquiles que moriría
en la flor de la juventud. La Constitución, que tiene su punto
vulnerable, como Aquiles, tenía también como éste el
presentimiento de que moriría de muerte prematura. A los
republicanos puros constituyentes les bastaba con echar desde el
reino de nubes de su república ideal una mirada al mundo profano
para darse cuenta de cómo a medida que se iban acercando a la
consumación de su gran obra de arte legislativo, crecía por días
la insolencia de los monárquicos, de los bonapartistas, de los demócratas,
de los comunistas, y su propio descrédito, sin que, por tanto,
Tetis necesitase abandonar el mar y confiarles el secreto.
Intentaron salir astutamente al paso de la fatalidad con un ardid
constitucional, mediante el artículo 111 de la Constitución, según
el cual toda propuesta de revisión constitucional ha de
votarse en tres debates sucesivos, con un intervalo de un mes entero
entre cada debate, por las tres cuartas partes de votantes, por lo
menos, y siempre y cuando que, además, voten no menos de 500
diputados del a Asamblea Nacional. Con esto no hacían más que el
pobre intento de ejercer como minoría -porque ya se veían proféticamente
como tal- un poder que en aquel momento, en que disponía de la
mayoría parlamentaria y de todos los resortes del poder del
Gobierno, se les iba escapando por días de las débiles manos. Finalmente, en un artículo melodramático, la Constitución se
confía «a la vigilancia y al patriotismo de todo el pueblo francés
y de cada francés por separado», después que en otro artículo
anterior había entregado ya los «vigilantes» y «patriotas» a
los tiernos y criminalísimos cuidados del Tribunal Supremo, Haute
Cour, creado expresamente por ella. Tal era la Constitución de 1848, que no fue derribada el 2 de
diciembre de 1851 por una cabeza, sino que se vino a tierra al
contacto de un simple sombrero; cierto es que este sombrero era el
tricornio napoleónico. Mientras los republicanos burgueses de la Asamblea se ocupaban en
cavilar, discutir y votar esta Constitución, Cavaignac mantenía,
fuera de la Asamblea, el estado de sitio en París. El estado
de sitio en París fue el comadrón de la Constituyente en sus
dolores republicanos del parto. Si más tarde la Constitución fue
muerta por las bayonetas, no hay que olvidar que también había
sido guardada en el vientre materno y traída al mundo por las
bayonetas, por bayonetas vueltas contra el pueblo. Los antepasados
de los «republicanos honestos» habían hecho dar a su símbolo, la
bandera tricolor, la vuelta por Europa. Ellos, a su vez, hicieron
también un invento que se abrió por sí mismo paso por todo el
continente, pero retornando a Francia con amor siempre renovado,
hasta que acabó adquiriendo carta de ciudadanía en la mitad de sus
departamentos: el estado de sitio. ¡Magnífico invento,
aplicado periódicamente en cada una de las crisis sucesivas en el
curso de la revolución francesa! Y el cuartel y el vivac, puestos
así, periódicamente, por encima de la sociedad francesa para
aplastarle el cerebro y convertirla en un ser tranquilo; el sable y
el mosquetón, que periódicamente regentaban la justicia y la
administración, ejercían tutela y censura, hacían funciones de
policía y oficio de serenos, el bigote y la guerrera, que se
preconizaban periódicamente como la sabiduría suprema y como los
rectores de la sociedad, ¿no tenían necesariamente el cuartel y el
vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerrea, que dar por
último en la ocurrencia de que era mejor salvar a la sociedad de
una vez para siempre, proclamando su propio régimen como el más
alto de todos y descargando por completo a la sociedad burguesa del
cuidado de gobernarse por sí misma? El cuartel y el vivac, el sable
y el mosquetón, el bigote y la guerra tenían necesariamente que
dar en esta ocurrencia, con tanta mayor razón cuanto que de este
modo podían esperar también una mejor recompensa por sus altos
servicios, mientras que limitándose a decretar periódicamente el
estado de sitio y a salvar transitoriamente a la sociedad por
encargo de esta o aquella fracción de la burguesía, se conseguía
poco de sólido, fuera de algunos muertos y heridos y de algunas
muecas amistosas de los burgueses. ¿Por qué el elemento militar no
podía jugar por fin de una vez el estado de sitio en su propio
interés y para su propio beneficio, sitiando al mismo tiempo las
bolsas burguesas? Por lo demás, no olvidemos, digámoslo de pasada,
que el coronel Bernard, aquel mismo presidente de la Comisión
militar que bajo Cavaignac ayudó a mandar a la deportación sin
juicio, a 15.000 insurrectos, vuelve a hallarse en este momento a la
cabeza de las Comisiones militares que actúan en París. Si los republicanos honestos, los republicanos puros, plantaron
con el estado de sitio de París el vivero en que habían de criarse
los pretorianos del 2 de diciembre de 1851 merecen en cambio que se
ensalce en ellos el que, lejos de exagerar el sentimiento nacional
como habían hecho bajo Luis Felipe, ahora cuando disponen del poder
de la nación, se arrastran a los pies del extranjero, y en vez de
liberar a Italia, hacen que vuelvan a ocuparla los austríacos y los
napolitanos. La elección de Luis Bonaparte como presidente, el 10
de diciembre de 1848, puso fin a la dictadura de Cavaignac y a la
Constituyente. En el artículo 44 de la Constitución se dice: «El presidente
de la República francesa no deberá haber perdido nunca la ciudadanía
francesa». El primer presidente de la República francesa, L.N.
Bonaparte, no sólo había perdido la ciudadanía francesa, no sólo
había sido agente especial de la policía inglesa, sino que era
incluso un suizo naturalizado. Ya he puesto en otro lugar la significación de las elecciones
del 10 de diciembre. No he de volver aquí sobre esto. Baste
observar que fue una reacción de los campesinos, que habían
tenido que pagar el coste de la revolución de febrero, contra las
demás clases de la nación, una reacción del campo contra la
ciudad. Esta reacción encontró gran eco en el ejército, al
que los republicanos del National no habían dado fama ni
aumento de sueldo; entre la gran burguesía, que saludó en
Bonaparte el puente hacia la monarquía; entre los proletarios y los
pequeños burgueses, que le saludaron como un azote para Cavaignac.
Más adelante he de tener ocasión de examinar más en detalle el
papel de los campesinos en la revolución francesa. La época que va desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la
disolución de la Constituyente en mayo de 1849, abarca la historia
del ocaso de los republicanos burgueses. Después de haber creado
una república para la burguesía, de haber expulsado del campo de
lucha al proletariado revolucionario y de reducir provisionalmente
al silencio, a la pequeña burguesía democrática, se ven ellos
mismos puestos al margen por la masa de la burguesía, que con justo
derecho embarga a esta república como cosa de su propiedad.
Pero esta masa burguesa era realista. Una parte de ella, los
grandes propietarios de tierras, había dominado bajo la Restauración
y era, por tanto, legitimista. La otra parte, los aristócratas
financieros y los grandes industriales, había dominado bajo la
monarquía de Julio, y era, por consiguiente orleanista. Los
altos dignatarios del Ejército, de la Universidad, de la Iglesia,
del Foro, de la Academia y de la Prensa se repartían entre ambos
campos, aunque en distinta proporción. Aquí, en la república
burguesa, que no ostentaba el nombre de Borbón ni el nombre
de Orléans, sino el nombre de Capital, habiendo encontrado
la forma de gobierno bajo la cual podían dominar conjuntamente.
Ya la insurrección de junio los había unido en las filas del «partido
del orden». Ahora, se trataba ante todo de eliminar a la pandilla
de los republicanos burgueses que ocupaban todavía los escaños de
la Asamblea Nacional. Y todo lo que estos republicanos puros habían
tenido de brutales para abusar de la fuerza física contra el
pueblo, lo tuvieron ahora de cobardes, de pusilánimes, de tímidos,
de alicaídos, de incapaces de luchar para mantener su
republicanismo y su derecho de legisladores frente al poder
ejecutivo y a los realistas. No tengo por qué relatar aquí la
historia ignominiosa de su desintegración. No cayeron, se acabaron.
Su historia ha terminado para siempre, y en el período siguiente ya
sólo figuran, lo mismo dentro que fuera de la Asamblea, como
recuerdos, que parecen revivir de nuevo tan pronto como se trata del
mero nombre de República y cuantas veces el conflicto
revolucionario amenaza con descender hasta el nivel más bajo. Diré
de pasada que el periódico que dio su nombre a este partido, el National,
se pasó en el período siguiente al socialismo. Antes de terminar con este período, tenemos que echar todavía
una ojeada retrospectiva a los dos poderes, uno de los cuales anuló
al otro el 2 de diciembre de 1851, mientras que desde el 20 de
diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente vivieron
en relaciones maritales. Nos referimos, de un lado, a Luis Bonaparte
y, de otro lado, al partido de los realistas colegiados, al partido
del orden, al partido de la gran burguesía. Al tomar posesión de
la presidencia, Bonaparte formó inmediatamente un ministerio del
partido del orden, al frente del cual puso a Odilon Barrot, que era,
nótese bien, el antiguo dirigente de la fracción más liberal de
la burguesía parlamentaria. Por fin, el señor Barrot había cazado
la cartera de ministro cuyo espectro le perseguía desde 1830, y más
aún, la presidencia del ministerio; pero no como lo había soñado
bajo Luis Felipe, como el jefe más avanzado de la oposición
parlamentaria, sino con la misión de matar un parlamento y como
aliado de todos sus peores enemigos, los jesuitas y los
legitimistas. Por fin, pudo casarse con la novia, pero sólo después
de que ésta había sido ya prostituida. En cuanto a Bonaparte, se
eclipsó en apariencia totalmente. Ese partido actuaba por él. Ya en el primer consejo de ministros se acordó la expedición a
Roma, que se convino en realizar a espaldas de la Asamblea Nacional
y arrancándole a ésta los medios financieros bajo un pretexto
falso. Así comenzó la cosa, estafando a la Asamblea Nacional y con
una conspiración secreta con las potencias absolutistas extranjeras
contra la república revolucionaria romana. Del mismo modo y con la
misma maniobra, Bonaparte, formaba el 2 de diciembre de 1852 la
mayoría de la Asamblea Nacional Legislativa. La Constituyente había acordado en agosto no disolverse hasta
después de elaborar y promulgar toda una serie de leyes orgánicas
complementarias de la Constitución. El partido del orden le propuso
el 6 de enero de 1849, por medio del diputado Rateau, no tocar las
leyes orgánicas y acordar más bien su propia disolución.
No sólo el ministerio, con el señor Odilon Barrot a la cabeza,
sino todos los diputados realistas de la Asamblea Nacional le
hicieron saber en este momento, en tono imperativo, que su disolución
era necesaria para restablecer el crédito, para consolidar el
orden, para poner fin a aquella indefinida situación profesional y
crear un estado de cosas definitivo; se le dijo que entorpecía la
actividad del nuevo Gobierno y sólo procuraba alargar su vida por
rencor, que el país estaba cansado de ella. Bonaparte tomó nota de
todas estas invectivas contra el poder legislativo, se las aprendió
de memoria y, el 2 de diciembre de 1851, demostró a los lealistas
parlamentarios que había aprovechado sus lecciones. Repitió contra
ellos su propios tópicos. El ministerio Barrot y el partido del orden fueron más allá.
Hicieron que de toda Francia se dirigiesen solicitudes a la
Asamblea Nacional pidiendo a ésta muy amablemente que se
retirase. De este modo, lanzaron a la batalla contra la Asamblea
Nacional, expresión constitucionalmente organizada del pueblo, sus
masas no organizadas. Enseñaron a Bonaparte a apelar ante el pueblo
contra las asambleas parlamentarias. Por fin, el 29 de enero de 1849
llegó el día en que la Constituyente había de resolver el
problema de su propia disolución. La Asamblea Nacional se encontró
con el edificio en que se celebraban sus sesiones ocupado
militarmente; Changarnier, el general del partido del orden, en
cuyas manos se concentraba el mando supremo sobre la Guardia
Nacional y las tropas de línea, celebró en París una gran revista
de tropas, como en vísperas de una batalla, y los colegiados
declararon conminatoriamente a la Constituyente, que si no se
mostraba sumisa, se emplearía la fuerza. Se mostró sumisa y regateó
únicamente un plazo brevísimo de vida. ¿Qué fue el 29 de enero
sino el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, sólo que
ejecutado por los realistas juntamente con Bonaparte contra la
Asamblea Nacional republicana? Esos señores no advirtieron o no
quisieron advertir que Bonaparte se valió del 29 de enero de 1849
para hacer que desfilase ante él, por las Tullerías, una parte de
las tropas y se agarró ávidamente a esta primera demostración pública
del poder militar contra el poder parlamentario, para hacer alusión
a Calígula. Claro está que ellos no veían más que a su
Changarnier. El motivo que llevó especialmente al partido del orden a acortar
violentamente la vida de la Constituyente fueron las leyes orgánicas
complementarias de la Constitución, como la ley de enseñanza, la
ley de cultos, etc. A los realistas coligados les interesaba en
extremo hacer ellos mismos estas leyes y no dejar que las hiciesen
los republicanos ya recelosos. Entre esas leyes orgánicas figuraba
también, sin embargo, una ley sobre la responsabilidad del
presidente de la república. En 1851, la Asamblea Legislativa se
ocupaba precisamente de la redacción de esta ley, cuando Bonaparte
paró este golpe con el golpe del 2 de diciembre. ¡Qué no hubieran
dado los realistas coligados, en su campaña parlamentaria del
invierno de 1851, por haberse encontrado ya hecha la ley sobre la
responsabilidad presidencial! ¡Y hecha, además, por una Asamblea
desconfiada, rencorosa, republicana! Después de que la misma Constituyente había roto el 29 de enero
de 1849 su última arma, el ministerio Barrot y los amigos del orden
la acosaron a muerte, no dejaron por hacer nada que pudiera
humillarla y arrancaron a su debilidad y a su falta de confianza en
sí misma leyes que le costaron el último residuo de respeto de que
aún gozaba entre el público. Bonaparte, con su idea fija napoleónica,
fue los suficientemente audaz para explotar públicamente esta
degradación del poder parlamentario. En efecto, cuando el 8 de mayo
de 1849 la Asamblea Nacional da un voto de censura al Gobierno pro
la ocupación de Civitavecchia por Oudinot y ordena que se reduzca
la expedición romana a su supuesta finalidad, Bonaparte publica en
el Moniteur, en la tarde del mismo día, una carta a Oudinot
en la que le felicita por sus heroicas hazañas, y se presenta ya,
por oposición a los escritorcillos parlamentarios, como el generoso
protector del ejército. Los realistas, al ver esto, se sonrieron,
creyendo sencillamente que habían logrado embaucarle. Por fin,
cuando Marrast, presidente de la Constituyente, creyó en peligro
por un momento la seguridad de la Asamblea Nacional y, apoyándose
en la Constitución, requirió a un coronel con su regimiento, el
coronel se negó a obedecer, invocó la disciplina y remitió
Marrast a Changarnier, quien le despidió sardónicamente diciéndole
que no le gustaban las baïonettes intelligentes. En
noviembre de 1851, cuando los realistas coligados quisieron comenzar
la lucha decisiva contra Bonaparte, intentaron, con su célebre proyecto
de ley sobre los cuestores, lograr que se adoptar el principio
de la requisición directa de las tropas por el presidente de la
Asamblea Nacional. Uno de sus generales, Le Flô, había suscrito el
proyecto de ley. Fue inútil que Changarnier votase en favor de la
propuesta y que Thiers rindiese homenaje a la circunspecta sabiduría
de la antigua Constituyente. El ministro de la Guerra, St. Arnaud,
le contestó como Changarnier había contestado a Marrast, ¡y entre
los gritos de aplausos de la Montaña! Así fue cómo el mismo partido del orden, cuando todavía no era una Asamblea Nacional, cuando sólo era ministerio, estigmatizó el régimen parlamentario. ¡Y pone el grito en el cielo, cuando, el 2 de diciembre de 1851, este régimen es desterrado de Francia! Capítulo III El 28 de mayo de 1849 se reunió al Asamblea Nacional
Legislativa. El 2 de diciembre de 1851 fue disuelta por la fuerza.
Este período abarca la vida de la república constitucional o
parlamentaria. En la primera revolución francesa, a la dominación de los
constitucionales
le sigue la dominación de los girondinos, y a la dominación
de los girondinos, la de los jacobinos. Cada uno de
estos partidos se apoya en el que se halla delante. Tan pronto como
ha impulsado la revolución lo suficiente para no poder seguirla, y
mucho menos poder encabezarla, es desplazado y enviado a la
guillotina por el aliado, más intrépido, que está detrás de él.
La revolución se mueve de este modo en un sentido ascensional. En la revolución de 1848 es al revés. El partido proletario
aparece como apéndice del pequeñoburgués-democrático. Éste le
traiciona y contribuye a su derrota el 16 de abril, el 15 de mayo y
en las jornadas de junio. A su vez, el partido democrático se apoya
sobre los hombros del republicano-burgués. Apenas se consideran
seguros, los republicanos burgueses se sacuden el molesto camarada y
se apoyan, a su vez, sobre los hombros del partido del orden. El
partido del orden levanta sus hombros, deja caer a los republicanos
burgueses dando volteretas y salta, a su vez, a los hombros del
poder armado. Y cuando cree que está todavía sentado sobre esos
hombros, una buena mañana se encuentra con que los hombros se han
convertido en bayonetas. Cada partido da coces al que empuja hacia
adelante y se apoya por delante en el partido que impulsa para atrás.
No es extraño que, en esta ridícula postura, pierda el equilibrio
y se venga a tierra entre extrañas cabriolas, después de hacer las
muecas inevitables. De este modo, la revolución se mueve en sentido
descendente. En este movimiento de retroceso se encuentra todavía
antes de desmontarse la última barricada de febrero y de
constituirse el primer órgano de autoridad revolucionaria. El período que tenemos ante nosotros abarca la mezcolanza más
abigarrada de clamorosas contradicciones constitucionales que
conspiran abiertamente contra la Constitución, revolucionarios que
confiesan abiertamente ser constitucionales, una Asamblea Nacional
que quiere ser omnipotente y no deja de ser ni un solo momento
parlamentaria; una Montaña que encuentra su misión en la resignación
y para los golpes de sus derrotas presentes con la profecía de sus
victorias futuras; realistas que son los patres conscripti de
la república y se ven obligados por la situación a mantener en el
extranjero las dinastías reales en pugna, de que son partidarios, y
sostener en Francia la república, a la que odian; un poder
ejecutivo que se encuentra en su misma debilidad su fuerza, y su
respetabilidad en el desprecio que inspira; una república que no es
más que la infamia combinada de dos monarquías, la de la
Restauración y la de Julio, con una etiqueta imperial, alianzas
cuya primera cláusula es la separación; luchas cuya primera ley es
la indecisión; en nombre de la calma una agitación desenfrenada y
vacua; en nombre de la revolución los más solemnes sermones en
favor de la tranquilidad; pasiones sin verdad; verdades sin pasión;
héroes sin hazañas heroicas; historia sin acontecimientos, un
proceso cuya única fuerza propulsora parece ser el calendario,
fatigoso por la sempiterna repetición de tensiones y relajamientos;
antagonismos que sólo parecen exaltarse periódicamente para
embotarse y decaer, sin poder resolverse; esfuerzos pretenciosamente
ostentados y espantosos burgueses ante el peligro del fin del mundo
y al mismo tiempo los salvadores de éste tejiendo las más
mezquinas intrigas y comedias palaciegas, que en su laisser aller recuerdan más que el Juicio Final los tiempos de la Fronda; el
genio colectivo oficial de Francia ultrajado por la estupidez ladina
de un solo individuo; la voluntad colectiva de la nación, cuantas
veces habla en el sufragio universal, busca su expresión adecuada
en los enemigos empedernidos de los intereses de las masas, hasta
que, por último, la encuentra en la voluntad obstinada de un
filibustero. Si hay pasaje de la historia pintado en gris sobre
fondo gris, es éste. Hombres y acontecimientos aparecen como un
Schlemihl a la inversa, como sombras que han perdido sus cuerpos. La
misma revolución paraliza a sus propios portadores y sólo dota de
violencia pasional a sus adversarios. Y cuando, por fin, aparece el
«espectro rojo», constantemente evocado y conjurado por los
contrarrevolucionarios, no aparece tocado con el gorro frigio de la
anarquía, sino vistiendo el uniforme del orden, con zaragüelles
rojos. Veíamos que el ministerio nombrado por Bonaparte el 20 de
diciembre de 1848, el día de su ascensión, era un ministerio del
partido del orden, de la coalición legitimista y orleanista. Este
ministerio, Barrot-Falloux, había sobrevivido a la Constituyente
republicana, cuya vida había acortado de un modo más o menos
violento, y empuñaba todavía el timón. Changarnier, el general de
los realistas coligados, seguía concentrando en su persona el alto
mando de la primera división militar y de la Guardia Nacional de
París. Finalmente, las elecciones generales habían asegurado al
partido del orden la gran mayoría en la Asamblea Nacional. Aquí,
los diputados y los pares de Luis Felipe se encontraron con un santo
tropel de legitimistas para quienes numerosas papeletas electorales
de la nación se habían trocado en las entradas para la escena política.
Los diputados bonapartistas eran demasiados contados para poder
formar un partido parlamentario independiente. Sólo aparecían como
una mauvaise queue del partido del orden. Como vemos, el
partido del orden tenía en sus manos el poder del Gobierno, el ejército
y el cuerpo legislativo, en una palabra, todos los poderes del
Estado, y hallábase fortalecido moralmente por las elecciones
generales que hacían aparecer su dominación como voluntad del
pueblo, y por la victoria simultánea de la contrarrevolución en
todo el continente europeo. Jamás un partido abrió la campaña con medios más abundantes
ni bajo mejores auspicios. Los republicanos puros
naufragados se vieron reducidos en
la Asamblea Nacional Legislativa a una pandilla de unos 50 hombres,
y a su frente los generales africanos Cavaignac, Lamoricière y
Bedeau. Pero el gran partido de oposición lo formaba la Montaña.
Con este nombre parlamentario se había bautizado el partido socialdemócrata.
Disponía de más de 200 de los 750 votos de la Asamblea Nacional y
era, por lo menos, tan fuerte como cualquiera de las tres fracciones
del partido del orden por separado. Su minoría relativa frente a
toda la coalición realista parecía estar compensada por
circunstancias especiales. No sólo porque las elecciones
departamentales pusieron de manifiesto que este partido había
ganado simpatías considerables entre la población del campo.
Contaba además en sus filas con casi todos los diputados de París,
el ejército había hecho una confesión de fe democrática mediante
la elección de tres suboficiales, y el jefe de la Montaña, Ledru-Rollin,
a diferencia de todos los representantes del partido del orden, fue
elevado al rango de la nobleza parlamentaria por cinco departamentos
que habían concentrado sus votos en él. Por tanto, el 28 de mayo
de 1849, dados los inevitables choques intestinos de los realistas y
los de todo el partido del orden con Bonaparte, la Montaña parecía
contar con todas las probabilidades del éxito. Catorce días después
lo había perdido todo, hasta el honor. Antes de proseguir con la historia parlamentaria, son
indispensables algunas observaciones, para evitar los errores
corrientes acerca del carácter local de la época que nos ocupa.
Según la manera de ver de los demócratas, durante el período de
la Asamblea Nacional Legislativa el problema es el mismo que el del
período de la Constituyente: la simple lucha entre republicanos y
realistas. En cuanto al movimiento mismo lo encierran en un tópico:
«reacción», la noche, en la que todos los gatos son pardos
y que les permite salmodiar todos los habituales lugares comunes,
dignos de su papel de sereno. Y, ciertamente, a primera vista el
partido del orden parece un ovillo de diversas fracciones realistas,
que no sólo intrigan unas contra otras para elevar cada cual al
trono a su propio pretendiente y eliminar al del bando contrario,
sino que, además, se unen todas en el odio común y en los ataques
comunes contra la «república». Por su parte, la Montaña aparece
como la representante de la «república» frente a esta conspiración
realista. El partido del orden aparece constantemente ocupado en una
«reacción» que, ni más ni menos que en Prusia, va contra la
prensa, contra la asociación, etc., y se traduce, al igual que en
Prusia, en brutales injerencias policíacas de la burocracia, de la
gendarmería y de los tribunales. A su vez, la Montaña está
constantemente ocupada con no menos celo en repeler estos ataques,
defendiendo así «eternos derechos humanos», como todo partido
sedicente popular lo viene haciendo más o menos desde hace siglo y
medio. Sin embargo, examinando más de cerca la situación y los
partidos, se esfuma esta apariencia superficial, que veía la lucha
de clases y la peculiar fisonomía de este período. Legitimistas y orleanistas formaban, como queda dicho, las dos
grandes fracciones del partido del orden. ¿Qué era lo que hacía
que estas fracciones se aferrasen a sus pretendientes y las mantenía
mutuamente separadas? ¿Serían tan sólo las flores de lis y la
bandera tricolor, la Casa de Borbón y la Casa de Orleans,
diferentes matices del realismo o, en general, su profesión de fe
realista? Bajo los Borbones había gobernado la gran propiedad
territorial, con sus curas y sus lacayos; bajo los Orleans, la
alta finanza, la gran industria, el gran comercio, es decir, el
capital, con todo su séquito de abogados, profesores y retóricos.
La monarquía legítima no era más que la expresión política de
la dominación heredada de los señores de la tierra, del mismo modo
que la monarquía de Julio no era más que la expresión política
de la dominación usurpada de los advenedizos burgueses. Lo que, por
tanto, separaba a estas fracciones no era eso que llaman principios,
eran sus condiciones materiales de vida, dos especies distintas de
propiedad; era el viejo antagonismo entre la ciudad y el campo, la
rivalidad entre el capital y la propiedad del suelo. Que, al mismo
tiempo, había viejos recuerdos, enemistades personales, temores y
esperanzas, prejuicios e ilusiones, simpatías y antipatías,
convicciones, artículos de fe y principios que los mantenían
unidos a una u otra dinastía, ¿quién lo niega? Sobre las diversas
formas de propiedad y sobre las condiciones sociales de existencia
se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones,
modos de pensar y concepciones de vida diversos y plasmados de un
modo peculiar. La clase entera los crea y los forma derivándolos de
sus bases materiales y de las relaciones sociales correspondientes.
El individuo suelto, al que se le imbuye la tradición y la educación
podrá creer que son los verdaderos móviles y el punto de partida
de su conducta. Aunque los orleanistas y los legitimistas, aunque
cada fracción se esforzase pro convencerse a sí misma y por
convencer a la otra de que lo que las separaba era la lealtad a sus
dos dinastías, los hechos demostraron más tarde que eran más bien
sus intereses divididos lo que impedía que las dos dinastías se
uniesen. Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un
hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en
las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las
frases y las figuraciones de los partidos y su organismo efectivo y
sus intereses efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que en
realidad son. Orleanistas y legitimistas se encontraron en la república
los unos junto a los otros y con idénticas pretensiones. Si cada
parte quería imponer frente a la otra la restauración de su propia dinastía, esto sólo significaba una cosa: que cada
uno de los dos grandes intereses en que se divide la burguesía -la
propiedad del suelo y el capital- aspiraba a restaurar su propia
supremacía y la subordinación del otro. Hablamos de dos intereses
de la burguesía, pues la gran propiedad del suelo, pese a su
coquetería feudal y a su orgullo de casta, estaba completamente
aburguesada por el desarrollo de la sociedad moderna. También los tories
en Inglaterra se hicieron durante mucho tiempo la ilusión de
creer que se entusiasmaban con la monarquía, la Iglesia y las
bellezas de la vieja Constitución inglesa, hasta que llegó el día
del peligro y les arrancó la confesión de que sólo se
entusiasmaban con la renta del suelo. Los realistas coligados integraban unos contra otros en la
prensa, en Ems, en Claremont fuera del parlamento. Entre bastidores,
volvían a vestir sus viejas libreas orleanistas y legitimistas y
reanudaban sus viejos torneos. Pero en la escena pública, en sus
grandes representaciones cívicas, como gran partido parlamentario
despachaban a sus respectivas dinastías con simples reverencias y
aplazaban la restauración de la monarquía in infinitum.
Cumplían con su verdadero oficio como partido del orden, es
decir, bajo un título social y no bajo un título político,
como representantes del régimen social burgués y no como
caballeros de ninguna princesa peregrinante, como clase burguesa
frente a otras clases y no como realistas frente a republicanos. Y,
como partido del orden, ejerciendo una dominación más ilimitada y
más dura sobre las demás clases de la sociedad que la que habían
ejercido nunca bajo la Restauración o bajo la monarquía de Julio,
como sólo era posible ejercerla bajo la forma de la república
parlamentaria, pues sólo bajo esta forma podían unirse los dos
grandes sectores de la burguesía francesa, y por tanto poner a la
orden del día la dominación de su clase en vez del régimen de un
sector privilegiado de ella. Si, a pesar de esto y también como
partido del orden, insultaban a la república y manifestaban la
repugnancia que sentían por ella, no era sólo por apego a sus
recuerdos realistas. El instinto les enseñaba que, aunque la república
había coronado su dominación política, al mismo tiempo socavaba
su base social, ya que ahora se enfrentaban con las clases
sojuzgadas y tenían que luchar con ellas sin ningún género de
mediación, sin poder ocultarse detrás de la corona, sin poder
desviar el interés de la nación mediante sus luchas subalternas
intestinas y con la monarquía. Era un sentimiento de debilidad el
que las hacía retroceder temblando ante las condiciones puras de su
dominación de clase y suspirar por las formas más incompletas,
menos desarrolladas y precisamente por ello menos peligrosas de su
dominación. En cambio, cuantas veces los realistas coligados chocan
con el pretendiente que tienen en frente, con Bonaparte, cuantas
veces creen que el poder ejecutivo hace peligrar su omnipotencia
parlamentaria, cuantas veces tienen que exhibir, por tanto, el título
político de su dominación, actúan como republicanos y no
como realistas. Desde el orleanista Thiers, quien advierte a la
Asamblea Nacional que la república es lo que menos los separa,
hasta el legitimista Berryer, que el 2 de diciembre d 1851, ceñido
con la banda tricolor, arenga como tribuno, en nombre de la república,
al pueblo congregado delante del edificio de la alcaldía del décimo
arrondissement. Claro está que el eco burlón le contestaba
con este grito: ¡Enrique V, Enrique V! Frente a la burguesía coligada se había formado una coalición
de pequeños burgueses y obreros, el llamado partido socialdemócrata.
Los pequeños burgueses viéronse mal recompensados después de las
jornadas de junio de 1848, vieron en peligro sus intereses
materiales y puestas en tela de juicio por la contrarrevolución las
garantías democráticas que habían de asegurarles la posibilidad
de hacer valer esos intereses. Se acercaron, por tanto, a los
obreros. De otra parte, su representación parlamentaria, la Montaña,
puesta al margen durante la dictadura de los republicanos burgueses,
había reconquistado durante la última mitad de la vida de la
Constituyente su perdida popularidad con la lucha contra Bonaparte y
los ministros realistas. Había concertado una alianza con los jefes
socialistas. En febrero de 1849 se festejó con banquetes la
reconciliación. Se esbozó un programa común, se crearon comités
electorales comunes y se proclamaron candidatos comunes. A las
reivindicaciones sociales del proletario se les limó la punta
revolucionaria y se les dio un giro democrático; a las exigencias
democráticas de la pequeña burguesía se les despojó de la forma
meramente política y se afiló su punta socialista. Así nació la
socialdemocracia. La nueva Montaña, fruto de esta combinación,
contenía, prescindiendo de algunos figurantes de la clase obrera y
de algunos sectarios socialistas, los mismos elementos que la vieja,
sólo que más fuertes en número. Pero, en el transcurso del
proceso, había cambiado, con la clase que representaba. El carácter
peculiar de la socialdemocracia consiste en exigir instituciones
democrático-republicanas, no para abolir a la par los dos extremos,
capital y trabajo asalariado, sino para atenuar su antítesis y
convertirla en armonía. Por mucho que difieran las medidas
propuestas para alcanzar este fin, por mucho que se adorne con
concepciones más o menos revolucionarias, el contenido es siempre
el mismo. Este contenido es la transformación de la sociedad por la
vía democrática, pero una transformación dentro del marco de la
pequeña burguesía. No vaya nadie a formarse la idea limitada de
que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés
egoísta de clase. Ella cree, por el contrario, que las condiciones especiales
de su emancipación son las condiciones generales fuera
de las cuales no puede ser salvada la sociedad moderna y evitarse la
lucha de clases. Tampoco debe creerse que los representantes democráticos
son todos shopkeepers o gentes que se entusiasman con ellos.
Pueden estar a un mundo de distancia de ellos, por su cultura y su
situación individual. Lo que les hace representantes de la pequeña
burguesía es que no van más allá, en cuanto a mentalidad, de
donde van los pequeños burgueses en modo de vida; que, por tanto,
se ven teóricamente impulsados a los mismos problemas y a las
mismas soluciones a que impulsan a aquéllos prácticamente, el
interés material y la situación social. Tal es, en general, la
relación que existe entre los representantes políticos y
literarios de una clase y la clase por ellos representada. Por todo lo expuesto se comprende de por sí que aunque la Montaña
luchase constantemente con el partido del orden en torno a la república
y a los llamados derechos del hombre, ni la república ni los
derechos del hombre eran su fin último, del mismo modo que un ejército
al que se quiere despojar de sus armas y que se apresta a la
defensa, no se lanza al terreno de la lucha solamente para quedar en
posesión de sus armas. Inmediatamente después de reunirse la Asamblea Nacional, el
partido del orden provocó a la Montaña. La burguesía sentía
ahora la necesidad de acabar con los demócratas pequeñoburgueses,
lo mismo que un año antes había comprendido la necesidad de acabar
con el proletariado revolucionario. Pero la situación del
adversario era distinta. La fuerza del partido proletario estaba en
la calle, y la de los pequeños burgueses en la misma Asamblea
Nacional. Tratábase, pues, de sacarlos de la Asamblea Nacional a la
calle y hacer que ellos mismos destrozasen su fuerza parlamentaria
antes de que tuviesen tiempo y ocasión para consolidarla. La Montaña
corrió hacia la trampa a rienda suelta. El cebo que le echaron fue el bombardeo de Roma por las tropas
francesas. Este bombardeo infringía el artículo V de la Constitución,
que prohibe a la República francesa emplear sus fuerzas armadas
contra las libertades de otro pueblo. Además, el artículo 54
prohibía toda declaración de guerra por el poder ejecutivo sin la
aprobación de la Asamblea Nacional, y la Constituyente había
desautorizado la expedición a Roma, con su acuerdo de 8 de mayo.
Basándose en estas razones, Ledru-Rollin presentó el 11 de junio
de 1849 un acta de acusación contra Bonaparte y sus ministros.
Azuzado por las picadas de avispa de Thiers, se dejó arrastrar
incluso a la amenaza de que estaban dispuestos a defender la
Constitución por todos los medios, hasta con las armas en la mano.
La Montaña se levantó como un solo hombre y repitió este
llamamiento a las armas. El 12 de junio, la Asamblea Nacional desechó
el acta de acusación, y la Montaña abandonó el parlamento. Los
acontecimientos del 13 de junio son conocidos: la proclama de una
parte de la Montaña declarando «fuera de la Constitución» a
Bonaparte y sus ministros; la procesión callejera de los guardias
nacionales democráticos, que, desarmados como iban, se dispersaron
a escape al encontrarse con las tropas de Changarnier, etc. Una
parte de la Montaña huyó al extranjero, otra parte fue entregada
al Tribunal Supremo de Bourges, y un reglamento parlamentario sometió
al resto a la vigilancia del maestro de escuela del presidente de la
Asamblea nacional. En París se declaró nuevamente el estado de
sitio, y la parte democrática de su Guardia Nacional fue disuelta.
Así se destrozaba la influencia de la Montaña en el parlamento y
la fuerza de los pequeños burgueses de París. En
Lyon, donde el 13 de junio había dado señal para un
sangriento levantamiento obrero, se declaró también el estado de
sitio, que se hizo extensivo a los cinco departamentos circundantes,
situación que dura hasta el momento actual. El grueso de la Montaña dejó en la estacada su vanguardia, negándose
a firmar la proclama de ésta. La prensa desertó, y sólo dos periódicos
se atrevieron a publicar el pronunciamiento. Los pequeños burgueses
traicionaron a sus representantes: los guardias nacionales no
aparecieron, y donde aparecieron fue para impedir que se levantasen
barricadas. Los representantes habían engañado a los pequeños
burgueses, ya que a los pretendidos aliados del ejército no se les
vio por ninguna parte. Finalmente, en vez de obtener un refuerzo de
él, el partido democrático contagió al proletariado su propia
debilidad, y, como suele ocurrir con las hazañas democráticas, los
jefes tuvieron la satisfacción de poder acusar a su «pueblo» de
deserción, y el pueblo la de poder acusar de engaño a sus jefes. Rara vez se había anunciado una acción con más estrépito que
la campaña inminente de la Montaña, rara vez se había trompeteado
un acontecimiento con más seguridad ni con más anticipación que
la victoria inevitable de la democracia. Indudablemente, los demócratas
creen en las trompetas, cuyos toques habían derribado las murallas
de Jericó. Y cuantas veces se enfrentan con las murallas del
despotismo, intenta repetir el milagro. Si la Montaña quería
vencer en el parlamento, no debió llamar a las armas. Y si llamaba
a las armas en el parlamento, no debía comportarse en la calle
parlamentariamente. Si la manifestación pacífica era un propósito
serio, era necio no prever que se la habría de recibir
belicosamente. Y si se pensaba en una lucha efectiva, era peregrino
deponer las armas con las que esa lucha había de librarse. Pero las
amenazas revolucionarias de los pequeños burgueses y de sus
representantes democráticos no son más que intentos de intimidar
al adversario. Y cuando se ven metidos en un atolladero, cuando se
han comprometido ya lo bastante para verse obligados a ejecutar sus
amenazas, lo hacen de un modo equívoco, evitando, sobre todo, los
medios que llevan al fin propuesto y acechan todos los pretextos par
sucumbir. Tan pronto como hay que romper el fuego, la estrepitosa
obertura que anunció la lucha se pierde en un pusilánime refunfuñar,
los actores dejan de tomar su papel au sérieux y la acción
se derrumba lamentablemente, como un balón lleno de aire al que se
le pincha con una aguja. Ningún partido exagera más ante él mismo sus medios que el
democrático, ninguno se engaña con más ligereza acerca de la
situación. Porque una parte del ejército hubiese votado a su
favor, la Montaña estaba ya convencida de que el ejército se
sublevaría por ella. ¿Y con qué motivo? Con un motivo que, desde
el punto de vista de las tropas, no tenía otro sentido que el que
los revolucionarios se ponían al lado de los soldados romanos y en
contra de los soldados franceses. De otra parte, estaba todavía
demasiado fresco el recuerdo del mes de junio de 1848, para que el
proletariado no sintiese una profunda repugnancia contra la Guardia
Nacional, y los jefes de las sociedades secretas una desconfianza
completa hacia los jefes democráticos. Para superar estas
diferencias, harían falta grandes intereses comunes que estuviesen
en juego. La infracción de un artículo constitucional abstracto no
podía representar un tal interés. ¿Acaso no se había violado ya
repetidas veces la Constitución, según aseguraban los propios demócratas?
¿Y acaso los periódicos más populares no habían estigmatizado
esta Constitución como un amaño contrarrevolucionario? Pero el demócrata,
como representa a la pequeña burguesía, es decir, a una clase
de transición, en la que los intereses de dos clases se embotan
el uno contra el otro, cree estar por encima del antagonismo de
clases en general. Los demócratas reconocen que tienen que enfrente
a una clase privilegiada, pero ello, con todo el resto de la nación
que los circunda, forman el pueblo. Lo que ellos representan es el interés
del pueblo. Por eso, cuando se prepara una lucha, no necesitan
examinar los intereses y las oposiciones de las distintas clases. No
necesitan ponderar con demasiada escrupulosidad sus propios medios.
No tienen más que dar la señal, para que el pueblo, con
todos sus recursos inagotables, caiga sobre los opresores. Y
si, al poner en práctica la cosa, sus intereses resultan no
interesar y su poder ser impotencia, la culpa la tienen los sofistas
perniciosos, que escinden al pueblo indivisible en varios
campos enemigos, o el ejército, demasiado embrutecido y cegado para
ver en los fines puros de la democracia lo mejor para él, o bien ha
fracasado por un detalle de ejecución, o ha surgido una casualidad
imprevista que ha malogrado la partida por esta vez. En todo caso,
el demócrata sale de la derrota más ignominiosa tan inmaculado
como inocente entró en ella, con la convicción readquirida de que
tiene necesariamente que vencer, no de que él mismo y su partido
tienen que abandonar la vieja posición, sino de que, por el
contrario, son las condiciones las que tienen que madurar para
ponerse a tono con él. Por eso no debemos formarnos una idea demasiado trágica de la
Montaña diezmada, destrozada y humillada por el nuevo reglamento
parlamentario. Si el 13 de junio eliminó a sus jefes, por otra
parte abrió paso a capacidades de segundo rango, a quienes esta
nueva posición halagaba. Si su impotencia en el parlamento ya no
dejaba lugar a dudas, esto les daba ahora también derecho a limitar
sus actos a estallidos de indignación moral y a estrepitosas
declamaciones. Si el partido del orden aparentaba ver encarnados en
ellos, como últimos representantes oficiales de la revolución,
todos los horrores de la anarquía, esto les permitía comportarse
en la práctica con tanta mayor trivialidad y humildad. Y del 13 de
junio se consolaban con este giro profundo: «Pero, si se osa tocar
el sufragio universal, ¡ah, entonces! ¡Entonces verán quienes
somos nosotros!» Nous verrons! Por lo que se refiere a los «montañeses» huidos al extranjero,
basta observar que Ledru-Rollin, en vista de que había conseguido
arruinar irremisiblemente en menos de dos semanas el potente partido
a cuyo frente estaba, se creyó llamado a formar un gobierno francés
in partibus; que a lo lejos, desgajada del campo de acción,
su figura parecía ganar en talla a medida que bajaba el nivel de la
revolución y las magnitudes oficiales de la Francia oficial iban
haciéndose enanas; que pudo figurar como pretendiente republicano
para 1852; que dirigía circulares periódicas a los valacos y a
otros pueblos, en las que se amenazaba a los déspotas del
continente con sus hazañas y a las de sus aliados. ¿Acaso les
faltaba por completo la razón a Proudhon cuando gritó a estos señores:
Vous n'êtes que des blagueurs? El 13 de junio, el partido del orden no sólo había quebrantado
la fuerza de la Montaña, sino que había impuesto el
sometimiento de la Constitución a los acuerdos de la mayoría de la
Asamblea Nacional. Y así entendía él la república, como el régimen
en el que la burguesía dominaba bajo formas parlamentarias, sin
encontrar un valladar como bajo la monarquía; en el veto del poder
ejecutivo o en el derecho de disolver el parlamento. Esto era la república
parlamentaria, como la llamaba Thiers. Pero, si el 13 de junio
la burguesía aseguró su omnipotencia en el seno del parlamento, ¿no
condenaba a éste a una debilidad incurable frente al poder
ejecutivo y al pueblo, al repudiar a la parte más popular de la
Asamblea? Al entregar a numerosos diputados, sin más ceremonias, a
la requisición de los tribunales, anulaba su propia inmunidad
parlamentaria. El reglamento humillante que impuso a la Montaña,
elevaba el rango del presidente de la república en la misma
proporción en que rebajaba el de cada uno de los representantes del
pueblo. Al estigmatizar la insurrección en defensa del régimen
constitucional, como anárquica, como un movimiento encaminado a
subvertir la sociedad, la burguesía se cerraba a sí misma el
camino del llamamiento a la insurrección, tan pronto como el poder
ejecutivo violase la Constitución en contra de ella. Y la ironía
de la historia quiso que el 2 de diciembre de 1851, el general que
bombardeó Roma por orden de Bonaparte, dando así el motivo
inmediato para el motín constitucional del 13 de junio, Oudinot,
hubiera de ser propuesto al pueblo, en tono implorante y en vano,
por el partido del orden, como el general de la Constitución frente
a Bonaparte. Otro héroe del 13 de junio, Vieyra, que desde
la tribuna de la Asamblea Nacional cosechó elogios por las
brutalidades cometidas por él en los locales de los periódicos
democráticos, al frente de una banda de guardias nacionales
pertenecientes a la alta finanza, este mismo Vieyra estaba en el
secreto de la conspiración de Bonaparte y contribuyó esencialmente
a cortar a la Asamblea Nacional, en sus horas de agonía, todo apoyo
por parte de la Guardia Nacional. El 13 de junio tenía, además, otra significación. La Montaña
había querido arrancar el que se entregase a Bonaparte a los
tribunales. Por tanto, su derrota era una victoria directa para
Bonaparte, el triunfo personal de éste sobre sus enemigos democráticos.
El partido del orden había conseguido la victoria y Bonaparte no
tenía que hacer más que embolsársela. Así lo hizo. El 14 de
junio pudo leerse en los muros de París una proclama en la que el
presidente, como sin participación suya, resistiéndose, obligado
simplemente por la fuerza de los acontecimientos, sale de su recato
claustral, se queja, como la virtud ofendida, de las calumnias de
sus adversarios, y mientras parece identificar a su persona con la
causa del orden, identifica la causa del orden con su persona. Además,
la Asamblea Nacional había aprobado, aunque después de realizada,
la expedición contra Roma, habiendo la iniciativa de la misma
corrido a cargo de Bonaparte. Después de restituir en el Vaticano
al pontífice Samuel, podía esperar entrar en las Tullerías como
rey David. Se había ganado a los curas. El motín del 13 de junio se limitó, como hemos visto, a una pacífica
procesión callejera. Contra él no se podían, por tanto, ganar
laureles guerreros. No obstante, en una época tan pobre en héroes
y en acontecimientos, el partido del orden convirtió esta batalla
incruenta en un segundo Austerlitz. La tribuna y la prensa
ensalzaron el ejército, como poder del orden, en contraposición a
las masas del pueblo, como la impotencia de la anarquía, y
glorificaron a Changarnier, como el «baluarte de la sociedad». Un
engaño en el que acabó creyendo hasta él mismo. Pero por debajo
de cuerda, fueron desplazados de París los cuerpos que parecían
dudosos, los regimientos en que las elecciones habían dado
resultados más democráticos fueron desterrados de Francia a
Argelia, las cabezas inquietas que había entre las tropas, enviadas
a secciones de castigo, y, por último, sistemáticamente llevado a
cabo el acordonamiento del cuartel contra la prensa y su aislamiento
de la sociedad civil. Llegamos aquí al viraje decisivo en la historia de la Guardia
Nacional francesa. En 1830 había decidido la caída de la
Restauración. Bajo Luis Felipe fracasaron todos los motines en que
la Guardia Nacional estaba al lado de las tropas. Cuando en las
jornadas de febrero de 1848, se mantuvo en actitud pasiva frente a
la insurrección y equívoca frente a Luis Felipe, éste se dio por
perdido, y lo estaba. Así fue arraigando la convicción de que la
revolución no podía vencer sin la Guardia Nacional, ni el
ejército podía vencer contra ella. Era la fe supersticiosa
del ejército en la omnipotencia civil. Las jornadas de junio de
1848, en que toda la Guardia nacional, unida a las tropas de línea,
sofocó al insurrección, habían reforzado esta fe supersticiosa.
Después de haber subido Bonaparte a la presidencia, la posición de
la Guardia Nacional descendió en cierto modo, por la fusión
anticonstitucional de su mando con el mando de la primera división
militar en la persona de Changarnier. Como el mando sobre la Guardia Nacional aparecía aquí como un
atributo del alto mando militar, la Guardia Nacional parecía quedar
reducida a un apéndice de las tropas de línea. Por fin, el 13 de
junio fue destrozada. Y no sólo por su disolución parcial, que
desde aquel momento se repitió periódicamente en todos los puntos
de Francia y sólo dejó en pie las ruinas de la Guardia Nacional.
La manifestación del 13 de junio fue, sobre todo, una manifestación
de los guardias nacionales democráticos. Es cierto que no opusieron
al ejército sus armas, sino sólo sus uniformes, pero en este
uniforme estaba precisamente el talismán. El ejército se convenció
de que el tal uniforme era un trapo de lana como cualquiera. El
encanto quedó roto. En las jornadas de junio de 1848, la burguesía,
en calidad de Guardia Nacional, estuvieron unidas con el ejército
contra el proletariado; el 13 de junio de 1849, la burguesía hizo
que el ejército dispersase a la Guardia Nacional pequeñoburguesa;
el 2 de diciembre de 1851, había desaparecido la Guardia Nacional
de la propia burguesía, y Bonaparte se limitó a registrar este
hecho al firmar, después de producido, el decreto de su disolución.
Así fue cómo la burguesía rompió ella misma su última arma
contra el ejército, pero no tenía más remedio que romperla desde
el momento en que la pequeña burguesía no estaba ya detrás de
ella como vasallo, sino delante de ella como rebelde, del mismo modo
que tenía necesariamente que destruir en general, con sus propias
manos, a partir del instante en que se hizo ella misma absolutista,
todos sus medios de defensa contra el absolutismo. Entretanto, el partido del orden festejaba la reconquista de un poder que en 1848 sólo parecía haber perdido para volver a encontrarlo libre de sus trabas en 1849, con invectivas contra la república y la Constitución, maldiciendo todas las revoluciones futuras, presentes y pasadas, incluyendo las hechas por los dirigentes de su mismo partido, y por medio de leyes que amordazaban a la prensa, destruían el derecho de asociación y sancionaban el estado de sitio como institución orgánica. Luego, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones desde mediados de agosto hasta mediados de octubre, después de haber nombrado una comisión permanente para el tiempo que durase su ausencia. Durante estas vacaciones, los legitimistas intrigaron con Ems, los orleanistas con Claremont, Bonaparte mediante tournées principescas, y los consejos departamentales en cabildeos sobre la revisión constitucional, casos que se repitiesen con regularidad durante las vacaciones periódicas de la Asamblea Nacional y en los que entraré tan pronto como se conviertan en acontecimientos. Aquí advertimos tan sólo que la Asamblea Nacional obró impolíticamente al desaparecer de la escena durante tan largo intervalo, dejando que sólo apareciese al frente de la república una figura, aunque lamentablemente: la de Luis Bonaparte, mientras el partido del orden, para escándalo del público, se descomponía en sus partes integrantes realistas y se dejaba llevar por sus apetitos de restauración en pugna. Tan pronto como enmudecía, durante estas vacaciones, el ruido ensordecedor del parlamento y su cuerpo se disolvía en la nación, nadie podía dejar de ver que sólo faltaba una cosa para consumar la verdadera faz de esta república: hacer permanentes las vacaciones parlamentarias y sustituir su lema de Liberté, égalité, fraternité, por estas palabras inequívocas: ¡Infantería, caballería, artillería! Capítulo IV A mediados de octubre de 1849 reanudó sus sesiones la Asamblea
Nacional. El 1 de noviembre, Bonaparte la sorprendió con un mensaje
en el que le anunciaba la destitución del ministerio Barrot-Falloux
y la formación de un nuevo ministerio. Jamás e ha arrojado a
lacayos de su puesto con menos cumplidos que Bonaparte a sus
ministros. Los puntapiés destinados a la Asamblea Nacional los
recibían, por el momento, Barrot y Compañía. El ministerio Barrot estaba compuesto, como hemos visto, por
legitimistas y orleanistas, era un ministerio del partido del orden.
Bonaparte había necesitado de él para disolver la Constituyente
republicana, poner por obra la expedición contra Roma y destrozar
el partido democrático. Él se había eclipsado aparentemente detrás
de este ministerio, entregando el poder del Gobierno en manos del
mismo partido del orden y poniéndose la careta de modestia que bajo
Luis Felipe llevaba el gerente responsable de los periódicos, la
careta del homme de paille. Ahora se quitó la máscara, que
no era ya velo sutil detrás del que podía ocultar su fisonomía,
sino la máscara de hierro que le impedía mostrar una fisonomía
propia. Había constituido el ministerio Barrot para hacer saltar,
en nombre del partido del orden, la Asamblea Nacional republicana, y
lo destituyó para declarar a su propio nombre independiente de la
Asamblea Nacional del partido del orden. Pretextos plausibles para esta destitución no faltaban. El
ministerio Barrot descuidaba incluso las formas de decoro que habrían
hecho aparecer al presidente de la república como un poder al lado
de la Asamblea Nacional. Durante las vacaciones parlamentarias
Bonaparte publicó una carta dirigida a Edgar Ney en la que parecía
desaprobar la actuación liberal del Papa del mismo modo que había
publicado, en oposición a la Constituyente, otra carta en la que
elogiaba a Oudinot por su ataque contra la República de Roma. Al
votarse en la Asamblea Nacional el presupuesto de la expedición
romana, Víctor Hugo, por un supuesto liberalismo, puso a discusión
esa carta. El partido del orden ahogó entre exclamaciones
despectivamente incrédulas la ocurrencia de que las ocurrencias de
Bonaparte pudieran tener la menor importancia política. Ninguno de
los ministros recogió el guante en su favor. En otra ocasión,
Barrot, con su conocido patetismo vacuo, dejó escapar desde la
tribuna palabras de indignación contra los «manejos abominables»
en que, según su testimonio, andaban las personas más cercanas al
presidente. Por último, el ministerio, a la par que hacía aprobar
por la Asamblea Nacional una pensión de viudedad para la duquesa de
Orleans, rechazaba todas las propuestas para aumentar la lista civil
de la presidencia. Y en Bonaparte, el pretendiente imperial se fundía
tan íntimamente con el caballero de industria arruinado, que una
gran idea, la de su misión de restaurador del imperio, se
complementaba siempre con otra: la de que el pueblo francés tenía
la misión de saldar sus deudas. El ministerio Barrot-Falloux fue el primero y el último
ministerio parlamentario nombrado por Bonaparte. Por eso su
destitución señala un viraje decisivo. Con él, el partido del
orden perdió, para no recuperarlo jamás, un puesto indispensable
para afirmar el régimen parlamentario, el asidero del poder
ejecutivo. Se comprende inmediatamente que en un país como Francia,
donde el poder ejecutivo dispone de un ejército de funcionarios de
más de medio millón de individuos y tiene por tanto constantemente
bajo su dependencia más incondicional a una masa inmensa de
intereses y exigencia, donde el Estado tiene atada, fiscalizada,
regulada, vigilada y tutelada a la sociedad civil, desde sus
manifestaciones más amplias de vida hasta sus vibraciones más
insignificantes, desde sus modalidades más generales de existencia
hasta la existencia privada de los individuos, donde este cuerpo
parasitario adquiere, por medio de una centralización
extraordinaria, una ubicuidad, una omniscencia, una capacidad
acelerada de movimientos y una elasticidad que sólo encuentran
correspondencia en la dependencia desamparada, en el carácter caóticamente
informe del auténtico cuerpo social, se comprende que en un país
semejante, al perder la posibilidad de disponer de los puestos
ministeriales, la Asamblea Nacional perdía toda influencia
efectiva, si al mismo tiempo no simplificaba la administración del
Estado, no reducía todo lo posible el ejército de funcionarios y
finalmente no dejaba a la sociedad civil y a la opinión pública
crearse sus órganos propios, independientes del poder del Gobierno.
Pero, el interés material de la burguesía francesa está
precisamente entretejido del modo más íntimo con la conservación
de esta extensa y ramificadísima maquinaria del Estado. Coloca aquí
a su población sobrante y completa en forma de sueldos del Estado
lo que no puede embolsarse en forma de beneficios, intereses, rentas
y honorarios. De otra parte, su interés político la obligaba a
aumentar diariamente la represión, y por tanto los recursos y el
personal del poder del Estado, a la par que se veía obligada a
sostener una guerra ininterrumpida contra la opinión pública y
mutilar y paralizar recelosamente los órganos independientes de
movimiento de la sociedad, allí donde no conseguía amputarlos por
completo. De este modo, la burguesía francesa veíase forzada, por
su situación de clase, de una parte, a destruir las condiciones de
vida de todo poder parlamentario, incluyendo, por tanto, el suyo
propio, y, de otra, a hacer irresistible el poder ejecutivo hostil a
ella. El nuevo ministerio llamábase el ministerio d'Hautpoul. No
porque el general d'Hautpoul hubiese obtenido el rango de presidente
del Consejo. Con Barrot, Bonaparte había suprimido prácticamente
esta dignidad, que condenaba el presidente de la república,
ciertamente, a la nulidad legal de un rey constitucional, pero de un
rey constitucional sin trono y sin corona, sin cetro y sin espada,
sin atributo de la irresponsabilidad, sin la posesión
imprescriptible de la suprema dignidad del Estado y, lo más fatal
de todo, sin lista civil. En el ministerio d'Hautpoul no había más
que un hombre de fama parlamentaria, el prestamista Fould, uno de
los miembros de peor reputación de la alta finanza. Le tocó en
suerte la cartera de Hacienda. Consúltense las cotizaciones de la
Bolsa de París y se verá que, desde el 1 de noviembre de 1849, los
fondos franceses suben y bajan con las subidas y bajadas de las
acciones bonapartistas. Habiendo encontrado así su aliado en la
Bolsa, Bonaparte se adueñó, al mismo tiempo, de la policía
mediante el nombramiento de Carlier para prefecto de policía de París. Sin embargo, las consecuencias del cambio de ministerio sólo podían
revelarse conforme fuesen desarrollándose las cosas. Por el
momento, Bonaparte sólo había dado un paso adelante para luego
verse empujado hacia atrás de un modo tanto más visible. A su
agrio mensaje, siguió la declaración más servil de sumisión a la
Asamblea Nacional. Cuantas veces los ministros hacían el tímido
intento de presentar como proyectos de ley sus caprichos personales,
ellos mismos parecían cumplir a regañadientes un mandato grotesco,
obligados tan sólo por su posición y convencidos de antemano de la
falta de éxito. Cuantas veces Bonaparte, a espaldas de sus
ministros, se iba de la lengua hablando de sus intenciones y jugando
con sus idées napoléoniennes, sus mismos ministros le desautorizan
desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional. Parecía como
si sus apetitos usurpadores sólo se exteriorizasen para que no se
acallasen las risas malignas de sus adversarios. Se comportaba como
un genio ignorado, considerado por el mundo entero como un bobo. Jamás
fue objeto del desprecio de todas las clases de un modo más
completo que durante este período. Jamás la burguesía dominó de
un modo más incondicional, jamás hizo una ostentación más
jactanciosa de las insignias de su dominación. No me propongo escribir aquí la historia de sus actividades
legislativas, que se resume, durante este período, en dos leyes: la
ley restableciendo el impuesto sobre el vino y la ley de enseñanza,
que suprime la incredulidad religiosa. Si a los franceses se les ponían
obstáculos para beber vino, en cambio se les servía con tanta
mayor abundancia el agua de la vida justa. Si en la ley sobre el
impuesto del vino la burguesía declaraba intangible el antiguo
odioso sistema fiscal francés, con la ley de enseñanza intentaba
asegurar el antiguo estado de ánimo de las masas, que lo hacía
soportar. Se asombra uno de ver a los orleanistas, a los burgueses
liberales, estos viejos apóstoles del volterianismo y de la filosofía
ecléctica, confiar a sus enemigos hereditarios, los jesuitas, la
administración del espíritu francés. Pero, orleanistas y
legitimistas, aunque discrepasen en lo que se refería al
pretendiente a la corona, comprendían que su dominación colegiada
exigía unir los medios de opresión de dos épocas, que los medios
de sojuzgamiento de la monarquía de Julio debían completarse y
fortalecerse con los medios de sojuzgamiento de la Restauración. Los campesinos, defraudados en todas sus esperanzas, oprimidos más
que nunca, de una parte, por el bajo nivel de los precios de los
cereales y, de otra parte, por la carga de las contribuciones y por
el endeudamiento hipotecario, cada vez mayores, comenzaron a
agitarse en los departamentos. Se les contestó con una batida
furiosa contra los maestros de escuela, que fueron sometidos al
prefecto, y con un sistema de espionaje, al que quedaron sometidos
todos. En París y en las grandes ciudades, la reacción misma
presenta la fisonomía de su época y provoca más de lo que
reprime. En el campo, se hace baja, vulgar, mezquina, agobiante,
vejatoria; en una palabra, el gendarme. Se comprende hasta qué
punto tres años de régimen del gendarme, bendecido por el régimen
del cura, tenía que desmoralizar a las masas incultas. Por grande que fuese la suma de pasión y declamación que el
partido del orden derrochase desde lo alto de la tribuna de la
Asamblea Nacional contra la minoría, sus discursos eran monosilábicos,
como los del cristiano, que ha de decir: sí, sí; no, no. Monosilábicos
en la tribuna y monosilábicos en la prensa. Insulsos como los
acertijos cuya solución se sabe de antemano. Ya se trate del
derecho de petición o del impuesto sobre el vino, de la libertad de
prensa o de la libertad del comercio, de los clubes o del reglamento
municipal, de la protección de la libertad personal o de la
regulación del presupuesto del Estado, la consigna se repite
siempre, el tema es siempre el mismo, el fallo está siempre
preparado y reza invariablemente: «¡Socialismo» Se
presenta como socialista hasta el liberalismo burgués, como socialista
la ilustración burguesa, como socialista la reforma financiera
burguesa. Era socialista construir un ferrocarril donde había ya un
canal y socialista defenderse con el palo cuando le atacaban a uno
con la espada. Y esto no era mera retórica, moda, táctica de partido. La
burguesía tenía la conciencia exacta de que todas las armas
forjadas por ella contra el feudalismo se volvían contra ella
misma, de que todos los medios de cultura alumbrados por ella se
rebelaban contra su propia civilización, de que todos los dioses
que había creado la abandonaban. Comprendía que todas las llamadas
libertades civiles y los organismos de progreso atacaban y
amenazaban, al mismo tiempo, en la base social y en la cúspide política
a su dominación de clase, y por tanto se habían convertido
en «socialistas». En esta amenaza y en este ataque veía
con razón el secreto del socialismo, cuyo sentido y cuya tendencia
juzgaba ella más exactamente que se sabe juzgar a sí mismo el
llamado socialismo, el cual no puede comprender por ello cómo la
burguesía se cierra a cal y canto contra él, ya gima
sentimentalmente sobre los dolores de la humanidad, ya anuncie
cristianamente el reino milenario y la fraternidad universal, ya
chochee humanísticamente hablando de ingenio, cultura, libertad o
cavile doctrinalmente un sistema de conciliación y bienestar de
todas las clases sociales. Lo que no comprendía la burguesía era
la consecuencia de que su mismo régimen parlamentario, de
que dominación política en general tenía que caer también
bajo la condenación general, como socialista. Mientras la
dominación de la clase burguesa no se hubiese organizado íntegramente,
no hubiese adquirido su verdadera expresión política, no podía
destacarse tampoco de un modo puro el antagonismo de las otras
clases, ni podía, allí donde se destacaba, tomar el giro peligroso
que convierte toda lucha contra el poder del Estado en una lucha
contra el capital. Cuando en cada manifestación de vida de la
sociedad veía un peligro para la «tranquilidad», ¿cómo podía
empeñarse en mantener a la cabeza de la sociedad el régimen de
la intranquilidad, su propio régimen, el régimen
parlamentario, este régimen que, según la expresión de uno de
sus oradores, vive en la lucha y merced a la lucha? El régimen
parlamentario vive de la discusión, ¿cómo, pues, va a prohibir
que se discuta? Todo interés, toda institución social se
convierten aquí en ideas generales, se ventilan bajo forma de
ideas; ¿cómo, pues, algún interés, alguna institución van a
situarse por encima del pensamiento e imponerse como artículo de
fe? La lucha de los oradores en la tribuna provoca la lucha de los
plumíferos de la prensa, el club de debates del parlamento se
complementa necesariamente con los clubes de debates de los salones
y de las tabernas, los representantes que apelan continuamente a la
opinión del pueblo autorizan a la opinión del pueblo para expresar
en peticiones su verdadera opinión. El régimen parlamentario lo
deja todo a la decisión de las mayorías; ¿cómo, pues, no van a
querer decidir las grandes mayorías fuera del parlamento? Si los
que están en las cimas del Estado tocan el violín, ¿qué cosa más
natural sino que los que están abajo bailen? Por tanto, cuando la burguesía excomulga como «socialista» lo
que antes ensalzaba como «liberal», confiesa que su propio
interés le ordena esquivar el peligro de su Gobierno propio,
que para poder imponer la tranquilidad en el país tiene que imponérsela
ante todo a su parlamento burgués, que para mantener intacto su
poder social tiene que quebrantar su poder político; que los
individuos burgueses sólo pueden seguir explotando a otras clases y
disfrutando apaciblemente de la propiedad, la familia, la religión
y el orden bajo la condición de que su clase sea condenada con las
otras clases a la misma nulidad política; que, para salvar la
bolsa, hay que renunciar a la corona, y que la espada que había de
protegerla tiene que pender al mismo tiempo sobre su propia cabeza
como la espada de Damocles. En el campo de los intereses cívicos generales, la Asamblea
Nacional se mostró tan improductiva, que, por ejemplo, los debates
sobre el ferrocarril París-Aviñón, comenzados en el invierno de
1850, no habían terminado todavía el 2 de diciembre de 1851. Donde
no se trataba de oprimir, de actuar reaccionariamente, estaba
condenada a una esterilidad incurable. Mientras el ministerio de Bonaparte tomaba en parte la iniciativa
de leyes en el espíritu del partido del orden, y en parte exageraba
todavía más su severidad en la ejecución y manejo de las mismas,
el propio Bonaparte intentaba, mediante propuestas puerilmente
necias, ganar popularidad, poner de manifiesto su antagonismo con la
Asamblea Nacional y apuntar al designio secreto de abrir al pueblo
francés sus tesoros ocultos, designio cuya ejecución sólo impedían
provisionalmente las circunstancias. Así, la proposición de
decretar un aumento de cuatro sous diarios para los sueldos de los
suboficiales. Así la proposición de crear un Banco para conceder
créditos de honro a los obreros. Obtener dinero regalado y
prestado: he aquí la perspectiva con que esperaba que las masas
picasen el anzuelo. Regalar y recibir prestado: a eso se limita la
ciencia financiera del lumpemproletariado, lo mismo del distinguido
que del vulgar. A esto se limitaban los resortes que Bonaparte sabía
poner en movimiento. Jamás un pretendiente ha especulado más
simplemente sobre la simpleza de las masas. La Asamblea Nacional montó repetidas veces en cólera ante estos
intentos innegables de ganar popularidad a costa suya, ante el
peligro creciente de que este aventurero, al que espoleaban las
deudas y al que no contenía el temor de perder reputación
adquirida, osase un golpe desesperado. La desarmonía entre el
partido del orden y el presidente había adoptado ya un carácter
amenazador, cuando un acontecimiento inesperado volvió a echarse a
éste, arrepentido, en brazos de aquél. Nos referimos a las
elecciones parciales del 10 de marzo de 1850. Estas elecciones
se celebraron para cubrir los puestos de diputados que la prisión o
el destierro habían dejado vacantes después del 13 de junio. París
sólo eligió a candidatos socialdemócratas. Concentró incluso la
mayoría de los votos en un insurrecto junio de 1848, en De Flotte.
La pequeña burguesía de París, aliada al proletariado, se vengaba
así de su derrota del 13 de junio de 1849. Parecía como si sólo
se hubiese retirado del campo de batalla en el momento de peligro
para volver a pisarlo, con un amasa mayor de fuerzas combativas y
con una consigna de guerra más audaz, al presentarse la ocasión
propicia. Una circunstancia parecía aumentar el peligro de esta
victoria electoral. El ejército votó en París por el insurrecto
de junio, contra La Hitte, un ministro de Bonaparte, y en los
departamentos votó en gran parte por los «montañeses», que también
aquí, aunque no de un modo tan decisivo como en París, afirmaron
la supremacía sobre sus adversarios. Bonaparte viose, de pronto, colocado otra vez frente a la
revolución. Lo mismo que el 29 de enero de 1849, lo mismo que el 13
de junio de 1849, el 10 de marzo de 1850 desapareció detrás del
partido del orden. Se inclinó pidió pusilánimemente perdón, se
brindó a nombrar cualquier ministerio que la mayoría parlamentaria
ordenase, suplicó incluso a los jefes de partido, orleanistas y
legitimistas, a los Thiers, a los Berryer, a los Broglie, a los Molé,
en una palabra, a los llamados «burgraves» a que empuñasen ellos
mismos el timón del Estado. El partido del orden no supo aprovechar
este momento único. En vez de tomar audazmente el poder que le
ofrecían no obligó siquiera a Bonaparte a reponer el ministerio
destituido el 1 de noviembre; se contentó con humillarle mediante
le perdón y con incorporar al ministerio d'Hautpoul al señor Baroche.
Este Baroche había vomitado furia como acusador público, una vez
contra los revolucionarios del 15 de mayo y otra contra los demócratas
del 13 de junio, ante el Tribunal Supremo del Bourges, ambas veces
por atentado contra la Asamblea Nacional. Ninguno de los ministros
de Bonaparte había de contribuir más a desprestigiar a la Asamblea
Nacional, y después del 2 de diciembre de 1851 le volvemos a
encontrar, bien instalado y espléndidamente retribuido, de
vicepresidente del Senado. Había escupido en la sopa de los
revolucionarios, para que luego se la comiese Bonaparte. Por su parte, el Partido Socialdemócrata sólo parecía acechar
pretextos para poner de nuevo en tela de juicio su propia victoria y
mellarla. Vidal, uno de los diputados recién elegidos en París,
había salido elegido también por Estrasburgo. Le convencieron de
que rechazase el acta de París y optase por la de Estrasburgo. Por
tanto, en vez de dar a su victoria en el terreno electoral un carácter
definitivo, obligando con ello al partido del orden a discutírsela
inmediatamente en el parlamento; en vez de empujar así al
adversario a la lucha en el momento de entusiasmo popular y
aprovechando el estado de espíritu favorable del ejército, el
partido democrático aburrió a París durante los meses de marzo y
abril con una nueva campaña de agitación electoral, dejó que las
pasiones populares excitadas se extenuasen en este nuevo juego de
escrutinio provisional, que la energía revolucionaria se saciase
con éxitos constitucionales, se gastase en pequeñas intrigas,
hueras declamaciones y movimientos aparentes, que la burguesía se
concentrase y tomase sus medidas, y, finalmente, que la significación
de las elecciones de marzo encontrase, en la votación parcial de
abril, con la elección de Eugenio Sue, un comentario sentimental
suavizador. En una palabra, le hizo el 10 de marzo una broma de 1 de
abril. La mayoría parlamentaria comprendió la debilidad de su
adversario. Sus diecisiete burgraves -pues Bonaparte les había
entregado la dirección y la responsabilidad del ataque- elaboraron
una nueva ley electoral, cuyo proyecto se confió al señor Faucher,
quien recabó para sí este honor. La ley fue presentada por él el
8 de mayo,; en ella, se abolía el sufragio universal, se imponía
como condición que el elector llevase tres años domiciliado en el
punto electoral, y finalmente, a los obreros se les condicionaba la
prueba de este domicilio al testimonio de su patrono. Toda la excitación y toda la furia revolucionaria de los demócratas
durante la lucha constitucional de las elecciones se convirtieron en
prédicas constitucionales, recomendando, ahora que se trataba de
probar con las armas en la mano que aquellos triunfos electorales
habían ido en serio: orden, calma mayestática (calme majestueux),
actitud legal, es decir, sumisión ciega a la voluntad de la
contrarrevolución, que se imponía insolentemente como ley. Durante
el debate, la Montaña avergonzó al partido del orden, haciendo
valer contra su pasión revolucionaria la actitud desapasionada del
hombre de bien que no se sale del terreno legal y fulminándole con
el espantoso reproche de que se comportaba revolucionariamente.
Hasta los diputados recién elegidos se esforzaron en demostrar, con
su actitud correcta y reflexiva, cuán ignorantes eran quienes los
denigraban como anarquistas e interpretaban su elección como una
victoria revolucionaria. El 31 de mayo fue aprobada la nueva ley
electoral. La Montaña se contentó con meter de contrabando una
protesta en el bolsillo del presidente. A la ley electoral le siguió
una nueva ley de prensa, con la que quedaba suprimida de raíz toda
la prensa diaria revolucionaria. Era la suerte que se había
merecido. El National y La Presse -dos órganos
burgueses-, quedaron después de este diluvio como la avanzada más
extrema de la revolución. Vimos que los jefes democráticos hicieron, durante los meses de
marzo y abril, todo lo posible por embrollar al pueblo de París en
una lucha ficticia y que después del 8 de mayo hicieron todo lo
posible por contenerlo de la lucha real. No debemos , además
olvidar que el año 1850 fue uno de los años más brillantes de
prosperidad industrial y comercial, y que, por tanto, el
proletariado de París tenía trabajo en su totalidad. Pero la ley
electoral del 31 de mayo de 1850 le apartaba de toda intervención
en el poder político. Lo aislaba hasta del propio campo de la
lucha. Volvía a precipitar a los obreros a la situación de parias
en que vivían antes de la revolución de febrero. Al dejarse guiar
por los demócratas frente a este acontecimiento y al olvidar el
interés revolucionario de su clase ante un bienestar momentáneo,
renunciaron al honor de ser una potencia conquistadora, se
sometieron a su suerte, demostraron que la derrota de junio de 1848
los había incapacitado para luchar durante muchos años y que, por
el momento, el proceso histórico tenía que pasar de nuevo sobre
sus cabezas. En cuanto a la democracia pequeñoburguesa, que el 13
de junio había gritado: «¡Ah, pero si tocan al sufragio
universal, ah, entonces!», se consolaba ahora pensando que el golpe
contrarrevolucionario que se había descargado sobre ella no era tal
golpe y que la ley del 31 de mayo no era tal ley. El segundo domingo
de mayo de 1852, todo francés comparecerá en el palenque
electoral, empuñando en una mano la papeleta de voto y en la otra
la espada. Esta profecía le servía de satisfacción. Finalmente,
el ejército volvió a ser castigado pro sus superiores por las
elecciones de marzo y abril de 1850, como lo había sido por las del
28 de mayo de 1849. Pero esta vez se dijo resueltamente: «¡La
revolución no nos engañará por tercera vez!» La ley del 31 de mayo de 1850 era el coup d'état de la burguesía. Todas sus victorias anteriores sobre la revolución tenían un carácter meramente provisional. Tan pronto como la Asamblea Nacional en funciones se retiraba de la escena, comenzaban a ser dudosas. Dependían del azar de unas nuevas elecciones generales, y la historia de las elecciones desde 1848 probaba irrefutablemente que en la misma proporción en que se desarrollaba el poder efectivo de la burguesía, ésta iba perdiendo su poder moral sobre las masas del pueblo. El 10 de marzo, el sufragio universal se pronunció directamente en contra de la dominación de la burguesía; la burguesía contestó proscribiendo el sufragio universal. La ley del 31 de mayo era, pues, una de las necesidades impuestas por la lucha de clases. Por otra parte, la Constitución exigía, para que la elección del presidente de la República fuese válida, un mínimo de dos millones de votos. Si ninguno de los candidatos a la presidencia obtenía esta votación mínima, la Asamblea Nacional debería elegir al presidente entre los tres candidatos que obtuviesen más votos. Cuando la Constituyente dictó esta ley, había en el censo electoral diez millones de electores. Es decir, que a juicio de ella bastaba con los votos de una quinta parte del censo para que la elección del presidente fuese válida. La ley del 31 de mayo suprimió del censo electoral, por lo menos, tres millones de electores, redujo el número de éstos a siete millones y mantuvo, no obstante, la cifra mínima de dos millones para la elección del presidente. Por tanto, elevó el mínimo legal de una quinta parte a casi un tercio del censo; es decir, hizo todo lo posible por escamotear la elección del presidente de manos del pueblo, entregándola a manos de la Asamblea Nacional. Por donde el partido del orden parecía haber consolidado doblemente su dominación con la ley de 31 de mayo, al entregar la elección de la Asamblea Nacional y la del presidente de la República al arbitrio de la parte más estacionaria de la sociedad. Capítulo V Después de superarse la crisis revolucionaria y abolirse el
sufragio universal, estalló inmediatamente una nueva lucha entre la
Asamblea Nacional y Bonaparte. La Constitución había fijado el sueldo de Bonaparte en 600.000
francos. No había pasado medio año desde su instalación, cuando
consiguió elevar esta suma al doble. Odilon Barrot arrancó a la
Asamblea Constituyente un suplemento anual de 600.000 francos para
los llamados gastos de representación. Después del 13 de junio.
Bonaparte había expresado otra demanda igual, sin que esta vez
Barrot le escuchase. Ahora, después del 31 de mayo, se aprovechó
inmediatamente del momento favorable e hizo que sus ministros
propusiesen a la Asamblea Nacional una lista civil de tres millones.
Una larga y aventurera vida de vagabundo les había dotado de los
tentáculos más perfectos para tantear los momentos de la debilidad
en que podía sacar dinero a sus burgueses. Era un chantaje en toda
regla. La Asamblea Nacional había deshonrado la soberanía del
pueblo con su ayuda y su connivencia. La amenazó con denunciar su
delito ante el tribunal del pueblo si no aflojaba la bolsa y
compraba su silencio con tres millones al año. La Asamblea Nacional
había robado el voto a tres millones de franceses. Bonaparte exigía
por cada francés políticamente desvalorizado un franco en moneda
circulante, lo que hacía un total exacto de tres millones de
francos. El elegido por seis millones de electores reclama una
indemnización por los votos que le han estafado de su elección. La
comisión de la Asamblea Nacional rechazó al importuno. La prensa
bonapartista amenazó. ¿Podía la Asamblea Nacional romper con el
presidente de la República, en un momento en que había roto
fundamental y definitivamente con la masa de la nación? Por eso,
aun denegando la lista civil anual, concedió por una sola vez un
suplemento de 2.160.000 francos. Con ello, hacíase reo de una doble
debilidad: la de conceder el dinero y la de revelar al mismo tiempo,
con su irritación, que le concedía de mala gana. Más adelante
veremos para qué necesitaba Bonaparte este dinero. Tras este
molesto epílogo que siguió a la supresión del sufragio universal,
pisándole los talones, y en el que Bonaparte cambió la humilde
actitud que adoptara durante la crisis de marzo y abril por un
retador cinismo frente al parlamento usurpador, la Asamblea Nacional
suspendió sus sesiones por tres meses, desde el 11 de agosto hasta
el 11 de noviembre. Dejó en su lugar una comisión permanente de 28
miembros, en la que no entraba ningún bonapartista, pero sí en
cambio algunos republicanos moderados. En la comisión permanente de
1849 no había más que hombres de orden y bonapartistas. Pero
entonces el partido del orden se declaraba permanentemente en contra
de la revolución. Ahora, la república parlamentaria se declaraba
permanentemente en contra del presidente. Después de la ley del 31
de mayo, el partido del orden ya no tenía enfrente más que este
rival. Cuando la Asamblea Nacional volvió a reunirse en noviembre de
1850, parecía inevitable que estallase, en vez de sus escaramuzas
anteriores con el presidente, una gran lucha implacable, una lucha a
vida o muerte entre dos poderes. Lo mismo que en 1849, durante las vacaciones parlamentarias de
este año, el partido del orden se había dispersado en sus
distintas fracciones, cada cual ocupada con sus propias intrigas
restauradoras, a los que la muerte de Luis Felipe daba nuevo pábulo.
El rey de los legitimistas, Enrique V, había llegado incluso a
nombrar un ministerio formal, que residía en París y del que
formaban parte miembros de la comisión permanente, Bonaparte
quedaba, pues, autorizado para emprender a su vez giras por los
departamentos franceses y dejar escapar, recatada o abiertamente,
según el estado de ánimo de la ciudad a la que regalaba con su
presencia, sus propios planes de restauración, reclutando votos
para sí. En estas giras, que el gran Moniteur oficial y los
pequeños «monitores» privados de Bonaparte, tenían,
naturalmente, que celebrar como cruzadas triunfales, le acompañaban
constantemente afiliados de la Sociedad del 10 de Diciembre.
Esta sociedad data del año 1849. Bajo el pretexto de crear una
sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París
en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes
bonapartistas y en general bonapartista a la cabeza de todas. Junto
a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca
procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la
burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de
presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni,
carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles,
mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores,
caldereros, mendigos, en una palabra, toda es masa informe, difusa y
errante que los franceses llaman la bohème: con estos
elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la
Sociedad del 10 de Diciembre, «Sociedad de beneficencia» en cuanto
que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la
necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora. Este
Bonaparte, que se erige en jefe del lumpemproletariado, que sólo
en éste encuentra reproducidos en masa los intereses, que él
personalmente persigue, que reconoce en esta hez, desecho y escoria
de todas las clases, la única clase en la que puede apoyarse sin
reservas, es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans phrase.
Viejo roué ladino, concibe la vida histórica de los pueblos
y los grandes actos de Gobierno y de Estado como una comedia, en el
sentido más vulgar de la palabra, como una mascarada, en que los
grandes disfraces y los frases y gestos no son más que la careta
para ocultar lo más mezquino y miserable. Así, en su expedición a
Estrasburgo, el buitre suizo amaestrado desempeñó el papel de águila
napoleónica. Para su incursión en Boulogne, embute a unos cuantos
lacayos de Londres en uniformes franceses. Ellos representan el ejército.
En su Sociedad del 10 de Diciembre, reunió a 10.000 miserables del
lumpen, que habían de representar al pueblo, como Nick Bottom
representaba el león. En un momento en que la misma burguesía
representaba la comedia más completa, pero con la mayor seriedad
del mundo, sin faltar a ninguna de las pedantescas condiciones de la
etiqueta dramática francesa, y ella misma obraba a medias engañada
y a medias convencida de la solemnidad de sus acciones y
representaciones dramáticas, tenía que vencer por fuerza el
aventurero que tomase lisa y llanamente la comedia como tal comedia.
Sólo después de eliminar a su solemne adversario, cuando él mismo
toma en serio su papel imperial y cree representar, con su careta
napoleónica, al auténtico Napoleón, sólo entonces es víctima de
su propia concepción del mundo, el payaso serio que ya no toma a la
historia universal por una comedia, sino su comedia por la historia
universal. Lo que para los obreros socialistas habían sido los
talleres nacionales y para los republicanos burgueses los gardes
mobiles, era para Bonaparte la Sociedad del 10 de Diciembre: la
fuerza combativa de partido propia de él. Las secciones de esa
sociedad, enviadas por grupos a las estaciones debían improvisarle
en sus viajes un público, representar el entusiasmo popular, gritar
Vive l'Empereur!, insultar y apalear a los republicanos,
naturalmente bajo la protección de la policía. En sus viajes de
regreso a París, debían formar la vanguardia, adelantarse a las
contramanifestaciones o dispersarlas. La Sociedad del 10 de
Diciembre le pertenecía a él, era su obra, su idea más
primitiva. Todo lo demás de que se apropia se lo da la fuerza de
las circunstancias, en todos sus hechos actúan por él las
circunstancias o se limita a copiarlo de los hechos de otros; pero
Bonaparte que se presenta en público, ante los ciudadanos, con las
frases oficiales del orden, la religión, la familia, la propiedad,
y detrás de él la sociedad secreta de los Schuftele y los
Spielberg, la sociedad del desorden, la prostitución y el robo, es
el propio Bonaparte como autor original, y la historia de la
Sociedad del 10 de Diciembre es su propia historia. Se había dado
el caso de que representantes del pueblo pertenecientes al partido
del orden habían sido apaleados por los decembristas. Más aún. El
comisario de policía, Yon, adscrito a la Asamblea Nacional y
encargado de la vigilancia de su seguridad, denunció a la comisión
permanente, basándose en el testimonio de un tal Alais, que una
sección de decembristas había acordado asesinar al general
Changarnier y a Dupin, presidente de la Asamblea Nacional, estando
ya elegidos los individuos encargados de ejecutar este acuerdo. Se
comprenderá el terror del señor Dupin. Parecía inevitable una
investigación parlamentaria sobre la Sociedad del 10 de Diciembre,
es decir, la profanación del mundo secreto bonapartista. Por eso,
precisamente, Bonaparte disolvió prudentemente su sociedad, claro
está que sólo sobre el papel, pues todavía a fines de 1851, el
prefecto de policía Carlier, en una extensa memoria, intentaba en
vano moverle a disolver realmente a los decembristas. La Sociedad del 10 de Diciembre había de seguir siendo el ejército
privado de Bonaparte mientras éste no consigue convertir el ejército
público en una Sociedad del 10 de Diciembre. Bonaparte hizo la
primera tentativa encaminada a esto poco después de suspenderse las
sesiones de la Asamblea Nacional, y la hizo con el dinero que
acababa de arrancarle a ésta. Como fatalista que es, abriga la
convicción de que hay ciertos poderes superiores, a los que el
hombre y sobre todo el soldado no se puede resistir. Entre estos
poderes incluye, en primer término, los cigarros y el champagne,
las aves frías y el salchichón adobado con ajo. Por eso, en los
salones del Elíseo, empieza obsequiando a los oficiales y
suboficiales con cigarros y champagne, aves frías y salchichón
adobado con ajo. El 3 de octubre repite esta maniobra con las masas
de tropa en la revista de St. Maur, y el 10 de octubre vuelve a
repetirla en una escala todavía mayor en la revista militar de
Story. El tío se acordaba de las campañas de Alejandro en Asia, el
sobrino se acuerda de las cruzadas triunfales de Baco en las mismas
tierras. Alejandro era, ciertamente, un semidiós, pero Baco un dios
completo. Y, además, el dios tutelar de la Sociedad del 10 de
Diciembre. Después de la revista del 3 de octubre, la comisión permanente
llamó a comparecer ante ella al ministro de la Guerra d'Hautpoul.
Éste prometió que no volverían a repetirse aquellas infracciones
de la disciplina. Sabido es cómo Bonaparte cumplió el 10 de
octubre la palabra dada por d'Hautpoul. En ambas revistas había
llevado el mando Changarnier, como comandante en jefe del ejército
de París. Changarnier, que era a la vez miembro de la comisión
permanente, jefe de la Guardia Nacional, el «salvador» del 29 de
enero y del 13 de junio, el «baluarte de la sociedad», candidato
del partido del orden para la dignidad presidencial, el presunto
Monk de dos monarquías, no se había reconocido jamás hasta
entonces subordinado al ministro de la Guerra., se había burlado
siempre abiertamente de la Constitución republicana y había
perseguido a Bonaparte con una arrogante protección equívoca.
Ahora, se desvivía pro la disciplina contra el ministro de la
Guerra y por la Constitución contra Bonaparte. Mientras que el 10
de octubre una parte de la caballería dejó oír el grito de Vive
Napoléon! Vivent les saucissons! Changarnier hizo que por lo
menos la infantería, que desfilaba al mando de su amigo Neumayer,
guardase un silencio glacial. Como castigo, el ministro de la
Guerra, acuciado por Bonaparte, relevó al general Neumayer de su
puesto en París con el pretexto de entregarle el alto mando de la
14ª y la 15ª divisiones. Neumayer rehusó este cambio de destino y
viose obligado así a pedir el retiro. Por su parte, Changarnier
publicó el 2 de noviembre una orden de plaza en la que prohibía
alas tropas gritos ni ninguna clase de manifestaciones políticas
estando bajo las armas. Los periódicos elíseos atacaron a
Changarnier; los periódicos del partido del orden, a Bonaparte; la
comisión permanente celebraba una sesión secreta tras otra, en las
que se presentaba reiteradamente la proposición de declarar a la
patria en peligro; el ejército parecía estar dividido en dos
campos enemigos, con dos Estados Mayores enemigos, uno en el Elíseo,
donde moraba Bonaparte, y otro en las Tullerías, donde moraba
Changarnier. Sólo parecía faltar la reanudación de las sesiones
de la Asamblea Nacional para que sonase la señal de la lucha. Al público
francés la reanudación de las sesiones de la Asamblea Nacional
para que sonase la señal de la lucha. Al público francés estos
razonamientos entre Bonaparte y Changarnier le merecían el mismo
juicio que aquel periodista inglés que los caracterizó en las
siguientes palabras: «Las criadas políticas de Francia barren la ardiente lava de la
revolución con las viejas escobas, y se tiran del moño mientras
ejecutan su faena.» Entretanto, Bonaparte se apresuró a destituir al ministro de la
Guerra, d'Hautpoul, expidiéndolo precipitadamente a Argelia y
nombrando para sustituirle en la cartera de ministro de la Guerra al
general Schramm. El 12 de noviembre mandó a la Asamblea Nacional un
mensaje de prolijidad norteamericana, recargado de detalles, oliendo
a orden, ávido de reconciliación, lleno de resignación
constitucional, en el que se trataba de todo lo divino y lo humano
menos de las questions brûlantes del momento. Como de
pasada, dejaba caer las palabras que, con arreglo a las normas
expresas de la Constitución, el presidente disponía por sí solo
del ejército. El mensaje terminaba con estas palabras altisonantes: «Francia exige ante todo tranquilidad... Soy el único ligado
por un juramento, y me mantendré dentro de los estrictos límites
que me traza... Por lo que a mí se refiere, elegido por el
pueblo y no debiendo más que a éste mi poder, me someteré siempre
a su voluntad legalmente expresada. Si en este período de sesiones
acordáis la revisión constitucional, una Asamblea Constituyente
reglamentará la posición del poder ejecutivo. En otro caso, el
pueblo declarará solemnemente su decisión en 1852. Pero,
cualesquiera que sean las soluciones del porvenir, lleguemos a una
inteligencia, para que jamás la pasión, la sorpresa o la violencia
decidan la suerte de una gran nación... Lo que sobre todo me
preocupa no es saber quién va a gobernar a Francia en 1852, sino
emplear el tiempo de que dispongo de modo que el período restante
pase sin agitación y sin perturbaciones. Os he abierto sinceramente
mi corazón, contestad vosotros a mi franqueza con vuestra
confianza, a mi buen deseo con vuestra colaboración, y Dios se
encargará del resto.» El lenguaje honesto, hipócritamente moderado, virtuosamente
lleno de lugares comunes de la burguesía, descubre su más profundo
sentido en labios del autócrata de la Sociedad del 10 de Diciembre
y del héroe de merienda de St. Maur y Satory. Los burgraves del partido del orden no se dejaron engañar ni un
solo instante en cuanto al crédito que se podía dar a esa efusión
cordial. Acerca de los juramentos estaban ya desde hacía mucho
tiempo al cabo de la calle; entre ellos había veteranos, virtuosos
del perjurio político, y el pasaje delicado al ejército no se les
pasó desapercibido. Observaron con desagrado que, en la prolija e
interminable enumeración de las leyes recientemente promulgadas, el
mensaje guardaba un silencio afectado acerca de la más importante
de todas, la ley electoral, y más aún, que en caso de no revisión
constitucional se dejaba al arbitrio del pueblo, para 1852, la
elección del presidente. La ley electoral era el grillete atado a
los pies del partido del orden, que el impedía andar, y no digamos
lanzarse al asalto. Además, con la disolución de oficio de la
Sociedad del 10 de Diciembre y la destitución del ministro de la
Guerra, d'Hautpoul, Bonaparte había sacrificado por su propia mano
en el altar de la patria a las víctimas propiciatorias. Quitó la
espina al choque que se esperaba. Finalmente, el mismo partido del
orden procuró rehuir, atenuar, disimular temerosamente todo
conflicto decisivo con el poder ejecutivo. Por miedo a perder las
conquistas hechas contra la revolución dejó que su rival cosechase
los frutos de ellas. «Francia exige ante todo tranquilidad». Así
le venía gritando desde febrero el partido del orden a la revolución,
así le gritaba al partido del orden el mensaje de Bonaparte. «Francia
exige ante todo tranquilidad.» Bonaparte cometía actos encaminados
a la usurpación, pero el partido del orden provocaba «agitación»
si armaba ruido en torno a estos actos y los interpretaba de un modo
hipocondriaco. Los salchichones de Satory no despegaban los labios
si nadie hablaba de ellos. «Francia exige ante todo tranquilidad».
Es decir, Bonaparte exigía que se le dejase hacer tranquilamente lo
que quería, y el partido parlamentario sentíase paralizado por un
doble temor; por el temor de provocar la agitación revolucionaria y
por el temor de aparecer como el perturbador de la tranquilidad a
los ojos de su propia clase, a los ojos de la burguesía. Por tanto,
Francia exigía ante todo tranquilidad, el partido del orden no se
atrevió, después de que Bonaparte, en su mensaje, había hablado
de «paz», a contestar con «guerra». El público, que ya se relamía
pensando en las grandes escenas de escándalo que se iban a producir
al reanudarse las sesiones de la Asamblea Nacional, viose defraudado
en sus esperanzas. Los diputados de la oposición que exigían que
se presentasen las actas de la comisión permanente acerca de los
acontecimientos de octubre fueron arrollados por los votos de la
mayoría. Se rehuyeron por principio todos los debates que pudieran
excitar los ánimos. Los trabajos de la Asamblea nacional durante
los meses de noviembre y diciembre de 1850 carecieron de interés. Por último, hacia fines de diciembre, comenzó una guerra de
guerrillas en torno a unas u otras prerrogativas del parlamento. El
movimiento se sumió en minucias alrededor de las prerrogativas de
ambos poderes, después que la burguesía, con la abolición del
sufragio universal, se hubo desembarazado por el momento de la lucha
de clases. Se había ejecutado contra Mauguin, uno de los representantes de
la nación, una sentencia judicial por deudas. A instancia del
presidente del Tribunal, el ministro de Justicia, Rouher, declaró
que podía citarse sin más trámites mandado de arresto contra el
deudor. Maugin fue recluido, pues, en la cárcel de deudores. Al
conocer el atentado, la Asamblea Nacional montó en cólera. No sólo
ordenó que el preso fuese inmediatamente puesto en libertad, sino
que aquella misma tarde mandó a su greffier a que le sacase
por la fuerza de Clichy. Sin embargo, para testimoniar su fe en la
santidad de la propiedad privada y con la segunda intención de
abrir, en caso de necesidad, un asilo para «montañeses» molestos,
declaró valida la prisión por deudas de representantes del pueblo,
previa autorización de la Asamblea Nacional. Se olvidó de decretar
que también se podría meter en la cárcel por deudas al presidente
de la República. Destruyó la última apariencia de inviolabilidad
que rodeaba a los miembros de su propia corporación. Recuérdese que el comisario de policía, Yon, había denunciado,
basándose en el testimonio de un tal Alais, los planes de asesinato
de Dupin y Changarnier, por una sección de decembristas. Ya en la
primera sesión los cuestores presentaron en relación con esto la
propuesta de crear una policía parlamentaria propia, pagada del
presupuesto privado de la Asamblea Nacional e independiente en
absoluto del prefecto de policía. El ministro del Interior, Baroche,
protestó contra esta injerencia en sus atribuciones. En vista de
esto se llegó a una mísera transacción, según la cual el
comisario de policía de la Asamblea sería pagado de su presupuesto
privado y nombrado y destituido por sus cuestores, pero previo
acuerdo con el ministro del Interior. Entretanto, Alais había sido
entregado por el Gobierno a los tribunales, y no fue difícil
presentar sus declaraciones como falsas y proyectar, por boca del
fiscal, un resplandor de ridículo sobre Dupin, Changarnier, Yon y
toda la Asamblea Nacional. Ahora, el 29 de diciembre, el ministro
Baroche escribe una carta a Dupin exigiendo la destitución de Yon.
La Mesa de la Asamblea Nacional, asustada de la violencia con que
había procedido en el asunto Mauguin y acostumbrada a que el poder
ejecutivo le devolviera dos golpes pro cada uno que ella le
asestaba, no sanciona el acuerdo. Destituye a Yon en recompensa por
el celo con que le había servido y se despoja de una prerrogativa
parlamentaria inexcusable contra un hombre que no decide por la
noche para ejecutar por el día, sino que decide por el día y
ejecuta por la noche. Hemos visto que la Asamblea Nacional, durante los meses de
noviembre y diciembre, rehuyó, ahogó, en grandes y decisivas
ocasiones, la lucha contra el poder ejecutivo. Ahora la vemos
obligada a aceptar esta lucha por los motivos más mezquinos. En el
asunto Mauguin, confirma en principio la prisión por deudas de los
representantes de la nación, pero se reserva la posibilidad de
aplicarla solamente a los representantes que no le sean gratos, y
regatea por este infame privilegio con el ministro de Justicia. En
vez de aprovecharse del supuesto plan de asesinato para abrir una
investigación sobre la Sociedad del 10 de Diciembre y desenmascarar
irremisiblemente a Bonaparte ante Francia y ante Europa, presentándolo
en su verdadera faz, como la cabeza del lumpemproletariado de París,
deja que la colisión descienda a un punto en que ya lo único que
se ventila entre ella y el ministro de Interior es quién tiene
competencia para nombrar y separar a un comisario de la policía. Así,
vemos al partido del orden, durante todo este período, obligado por
su posición equívoca, a convertir su lucha contra el poder
ejecutivo en mezquinas discordias de competencias, minucias,
leguleyerías, litigios de lindes, y a tomar como contenido de sus
actividades las más insípidas cuestiones de forma. No se atreve a
afrontar el choque en el momento en que éste tiene una significación
de principio, en que el poder ejecutivo se ha comprometido realmente
y en que la causa de la Asamblea Nacional sería la causa de toda la
nación. Con ello daría a la nación una orden de marcha, y nada
teme tanto como el que la nación se mueva. Por eso, en estas
ocasiones, desecha las proposiciones de la Montaña y pasa al orden
del día. Después de abandonarse así la cuestión litigiosa en sus
grandes dimensiones, el poder ejecutivo espera tranquilamente el
momento en que pueda volver a plantearla por motivos fútiles e
insignificantes, allí donde sólo ofrezca, por decirlo así, un
interés parlamentario puramente local. Y entonces estalla la ira
contenida del partido del orden, entonces rasga el telón que oculta
los bastidores, entonces denuncia al presidente, entonces declara a
la república en peligro; pero entonces su patetismo pierde también
todos sabor y el motivo de la lucha aparece como un pretexto hipócrita
e indigno de ser tomado en cuenta. La tempestad parlamentaria se
convierte en una tempestad en un vaso de agua, la lucha en intriga,
el choque en escándalo. Mientras la malignidad de las clases
revolucionarias se ceba en la humillación de la Asamblea Nacional,
pues estas clases se entusiasman por las prerrogativas
parlamentarias de aquélla tanto como ella por las libertades públicas,
la burguesía fuera del parlamento no comprende cómo la burguesía
de dentro del parlamento puede derrochar el tiempo en tan mezquinas
querellas y comprometer la tranquilidad con tan míseras rivalidades
con el presidente. La mete en confusión una estrategia que sella la
paz en los momentos en que todo el mundo espera batallas y ataca en
los momentos en que todo el mundo cree que ha sellado la paz. El 20 de diciembre, Pascal Duprat interpeló al ministro del
Interior sobre la lotería de los lingotes de oro. Esta lotería era
una «hija del Elíseo». Bonaparte la había traído al mundo con
sus leales, y el prefecto de policía Carlier la había tomado bajo
la protección oficial, a pesar de que la ley en Francia prohibe
toda clase de loterías, fuera de los sorteos hechos para fines de
beneficencia. Siete millones de billetes por valor de un franco cada
uno, y la ganancia destinada, al parecer, a embarcar a vagabundos de
París para California. De una parte se quería que los sueños
dorados desplazasen a los sueños socialistas del proletariado
parisino, la tentadora perspectiva del premio gordo desplazase el
derecho doctrinario al trabajo. Naturalmente, los obreros de París
no reconocieron en el brillo de los lingotes de oro de California
los opacos francos que les habían sacado del bolsillo con engaños.
Pero, en lo fundamental, tratábase de una estafa directa. Los
vagabundos que querían encontrar minas de oro californianas sin
moverse de París, eran el propio Bonaparte y los caballeros comidos
de deudas que formaban su Tabla redonda. Los tres millones
concedidos por la Asamblea Nacional se los habían gastado ya
alegremente, y había que volver a llenar la caja como fuese. En
vano había abierto Bonaparte una suscripción nacional para
construir las llamadas cités ouvrières, a cuya cabeza
figura él mismo, con una suma considerable. Los burgueses, duros de
corazón, aguardaron a que desembolsase el capital suscrito, y como,
naturalmente, el desembolso no se efectuó, la especulación sobre
aquellos castillos socialistas en el aire se vino chabacanamente a
tierra. Los lingotes de oro dieron mejor resultado. Bonaparte y
consortes no se contentaron con embolsarse una parte del remanente
de los siete millones que quedaba después de cubrir el valor de las
barras sorteadas, sino que fabricaron diez, quince y hasta veinte
billetes falsos del mismo número. ¡Operaciones financieras en el
espíritu de la Sociedad del 10 de Diciembre! Aquí la Asamblea
Nacional no tenía enfrente al ficticio presidente de la República,
sino al Bonaparte de carne y hueso. Aquí, podía coger in
fraganti, transgrediendo no ya la Constitución, sino el Code
pénal. Si ante la interpelación de Duprat la Asamblea pasó al
orden del día, no fue solamente porque la enmienda de Girardin de
declararse satisfait traía a la memoria del partido del orden su
corrupción sistemática. El burgués, y sobre todo el burgués
hinchado en estadista, completa su vileza práctica con su
grandilocuencia teórica. Como estadista, se convierte, al igual que
el poder del Estado que tiene enfrente, en un ser superior, al que sólo
se le puede combatir de un modo superior, solemne. Bonaparte, que precisamente como
bohémien, como
lumpemproletariado principesco, le llevaba al truhán burgués la
ventaja de que podía librar la lucha con medios rastreros, vio
ahora, después de que la propia Asamblea le había ayudado a
cruzar, llevándole de la mano, el suelo resbaladizo de los
banquetes militares, de las revistas, de la Sociedad del 10 de
Diciembre y, por último, del Code pénal, llegado el momento
en que podía pasar de la aparente defensiva a la ofensiva. Las
pequeñas derrotas del ministro de Marina, del ministro de Hacienda,
que se le atravesaban en el camino y con las que la Asamblea
Nacional hacía manifiesto su descontento gruñón, no le molestaban
gran cosa. No sólo impidió que los ministros dimitiesen,
reconociendo con ello la subordinación del poder ejecutivo al
parlamento, sino que ahora puedo llevar ya a efecto la obra que había
comenzado durante las vacaciones de la Asamblea Nacional; desgajar
del parlamento el poder militar, destituir a Changarnier. Un periódico elíseo publicó una orden de plaza, dirigida,
durante el mes de mayo, al parecer, a la primera división del ejército
y procedente, pro tanto, Changarnier, en la que se recomendaba a los
oficiales, en caso de sublevación, no dar cuartel a los traidores
dentro de sus propias filas, fusilarlos inmediatamente y rehusar a
la Asamblea Nacional las tropas, si ésta llegaba a requerirlas. El
3 de enero de 1851 se interpeló al Gobierno acerca de esta orden de
plaza. Para examinar este asunto pidieron tres meses, luego una
semana y por último sólo veinticuatro horas de reflexión. La
Asamblea insiste en que se dé una explicación inmediata.
Changarnier se levanta y aclara que aquella orden de plaza jamás ha
existido. Añade que se apresurará en todo momento a atender los
requerimientos de la Asamblea Nacional y que, en caso de colisión,
ésta podrá contar con él. La Asamblea acoge su declaración con
indescriptibles aplausos y le concede un voto de confianza. La
Asamblea Nacional resigna sus poderes, decreta su propia impotencia
y la omnipotencia del ejército, al colocarse bajo la protección
privada de un general; pero el general se equivoca, poniendo a
disposición de la Asamblea, contra Bonaparte, un poder que sólo
tienen en precario del propio Bonaparte y esperando, a su vez,
protección de este parlamento, de su protegido, necesitado él
mismo de protección. Pero Changarnier cree en el poder misterioso
de que la burguesía le ha dotado desde el 29 de enero de 1849. Se
considera como el tercer poder al lado de los otros dos poderes del
Estado. Comparte la suerte de los demás héroes, o, mejor dicho,
santos de esta época, cuya grandeza consiste precisamente en la
gran opinión interesada que sus partidos se forman de ellos y que
quedan reducidos a figuras mediocres tan pronto como las
circunstancias los invitan a hacer milagros. El descreimiento es
siempre el enemigo mortal de estos héroes supuestos y santos
reales. De aquí su noble indignación moral contra los bromistas y
burlones carentes de entusiasmo. Aquella misma noche fueron llamados los ministros al Elíseo. Bonaparte acucia para que sea destituido Changarnier, cinco ministros se niegan a firmar la destitución, el Moniteur anuncia una crisis ministerial y la prensa del orden amenaza con la formación de un ejército parlamentario bajo el mando de Changarnier. El partido del orden tenía atribuciones constitucionales para dar este paso. Le bastaba con nombrar a Changarnier presidente de la Asamblea Nacional y requerir cualquier cantidad de tropas para velar por su seguridad. Podía hacerlo con tanta más seguridad cuanto que Changarnier se hallaba todavía realmente al frente del ejército y de la Guardia nacional de París y sólo acechaba el momento de ser requerido en unión del ejército. La prensa bonapartista no se atrevía siquiera a poner en tela de juicio el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente las tropas, escrúpulo jurídico que en aquellas circunstancias no auguraba ningún éxito. Y, si se tiene en cuenta que Bonaparte tuvo que buscar en todo París durante ocho días para encontrar por fin a dos generales -Baraguay d'Hilliers y Saint-Jean d'Angely-, que se declararan dispuestos a refrendar la destitución de Changarnier, parece lo más verosímil que el ejército hubiese respondido a la orden de la Asamblea Nacional. En cambio, es más que dudoso que el partido que el partido del orden hubiera encontrado en sus propias filas y en el parlamento el número de votos necesario para este acuerdo si se advierte que ocho días después se separaron de él 286 votos y que la Montaña rechazó una propuesta semejante, incluso en diciembre de 1851, en la hora final de la decisión. No obstante, quizá, los burgraves hubiesen conseguido todavía
arrastrar a l amasa de su partido a un heroísmo que consistía en
sentirse seguros detrás de un bosque de bayonetas y en aceptar los
servicios de un ejército que había desertado a su campo. En vez de
hacer esto, los señores burgraves se trasladaron al Elíseo en la
noche del 6 de enero para hacer desistir a Bonaparte, mediante giros
y reparos de ingeniosos estadistas, de la destitución de
Changarnier. Cuando se trata de convencer a alguien, es porque se le
reconoce como el dueño de la situación. Bonaparte, asegurado por
este paso, nombra el 12 de enero un nuevo ministro, en el que continúan
los jefes del antiguo, Fould y Baroche. Saint-Jean d'Angely es
nombrado ministro de la Guerra, el Moniteur publica el decreto de
destitución de Changarnier, y su mando se divide entre Baraguay
d'Hilliers, al que se le asigna la primera división, y Perrot, que
se hace cargo de la Guardia Nacional. Se le da el pasaporte al
baluarte de la sociedad, y si ninguna piedra cae de los tejados,
suben en cambio las cotizaciones de la Bolsa. El partido del orden, dando una repulsa al ejército, que se pone
a su disposición en la persona de Changarnier, y entregándoselo así
de modo irrevocable al presidente, declara que la burguesía ha
perdido la vocación de gobernar. Ya no existía un Gobierno
parlamentario. Al perder el asidero del ejército y de la Guardia
Nacional, ¿qué medio de fuerza le quedaba para afirmar a un mismo
tiempo el poder usurpado del parlamento sobre el pueblo y su poder
usurpado del parlamento sobre el pueblo y su poder constitucional
contra el presidente? Ninguno. Sólo le quedaba la apelación a
estos principios inermes que él mismo había interpretado siempre
como meras reglas generales y que se prescribían a otros para poder
uno moverse con mayor libertad. Con la destitución de Changarnier y
la entrega del poder militar a Bonaparte, termina la primera parte
del período que estamos examinando, el período de la lucha entre
el partido del orden y el poder ejecutivo. La guerra entre ambos
poderes se declara ahora abiertamente, se libra abiertamente, pero
cuando ya el partido del orden ha perdido sus armas y soldados. Sin
ministerio, sin ejército, sin pueblo, sin opinión pública, sin
ser ya, desde su ley electoral de 31 de mayo, representante de la
nación soberana, sin ojos, sin oídos, sin dientes, sin nada, la
Asamblea Nacional va convirtiéndose poco a poco en un antiguo
parlamento francés, que debe entregar la iniciativa al Gobierno
y contentarse por su parte con gruñidos de recriminación post
festum. El partido del orden recibe al nuevo ministerio con una avalancha
de indignación. El general Bedeau evoca en el recuerdo la
benignidad de la comisión permanente durante las vacaciones y los
excesivos miramientos con que había renunciado a la publicación de
las actas de sus sesiones. Por su parte, el ministro del Interior
insiste en la publicación de estas actas que son ya, naturalmente,
tan sosas como agua estancada, que no descubren ningún hecho nuevo
y no producen el menor efecto al público hastiado. A propuesta de Rémusat,
la Asamblea Nacional se retira a sus despacho y nombra un «Comité
de medidas extraordinarias». París no se sale de los carriles de
su orden cotidiano, con tanta mayor razón cuanto que en este
momento el comercio prospera, las manufacturas trabajan, los precios
del trigo están bajos, los víveres abundan, en las cajas de ahorro
ingresan todos los días cantidades nuevas. Las «medidas
extraordinarias», tan estrepitosamente anunciadas por el
parlamento, quedan reducidas, el 18 de enero, a un voto de
desconfianza de los ministros, sin que se mencione siquiera el
nombre del tal general Changarnier. El partido del orden viose
obligado a dar el voto este giro para asegurarse los votos de los
republicanos, ya que de todas las medidas del ministerio, éstos sólo
aprobaban la destitución de Changarnier, mientras que el partido
del orden no podía en realidad censurar los demás actos
ministeriales, dictados por él mismo. El voto de desconfianza del 18 de enero se decidió por 415 votos
contra 286. Por tanto, sólo pudo sacarse adelante mediante una coalición
de los legitimistas y orleanistas extremados con los republicanos
puros y la Montaña. Este voto probaba, pues, que el partido del
orden no sólo había perdido el ministerio y el ejército, sino que
en los conflictos con Bonaparte había perdido también su mayoría
parlamentaria independiente, que un tropel de diputados había
desertado de su campo por el espíritu de componendas llevado al
fanatismo, por miedo a la lucha, por cansancio, por consideraciones
de parentesco hacia los sueldos del Estado, tan entrañables para
ellos, especulando con las vacantes de ministros (Odilon Barrot),
por ese mezquino egoísmo con que el burgués corriente se inclina
siempre a sacrificar a este o al otro motivo privado el interés
general de su clase. Desde el principio, los diputados bonapartistas
sólo se unían al partido del orden en la lucha contra la revolución.
El jefe del partido católico, Montalembert, había puesto ya por
entonces su influencia en el platillo de Bonaparte, pues desesperaba
de la vitalidad del partido parlamentario. Finalmente, los caudillos
de este partido, Thiers y Berryer, el orleanista y el legitimista,
viéronse obligados a proclamarse abiertamente republicanos, a
reconocer que, aunque su corazón era monárquico, su cabeza
abrigaba ideas republicanas y que la república parlamentaria era la
única forma posible para la dominación de toda la burguesía. De
este modo se vieron obligados a estigmatizar ellos mismos ante los
ojos de la clase burguesa, como una intriga tan peligrosa como
descabellada, los planes de restauración que seguían urdiendo
impertérritos a espaldas del parlamento. El voto de desconfianza del 18 de enero fue un golpe contra los
ministros y no contra el presidente. Pero no había sido el
ministerio, sino el presidente quien había destituido a Changarnier.
¿Iba el partido del orden a formular un acta de acusación contra
Bonaparte? ¿Por sus veleidades de restauración? Éstas no eran más
que el complemento de las suyas propias. ¿Por su conspiración en
las revistas militares y en la Sociedad del 10 de Diciembre? Hacía
ya mucho tiempo que se habían enterrado estos temas bajo simples órdenes
del día. ¿Por la destitución del héroe del 29 de enero y del 13
de junio, del hombre que en mayo de 1850 amenazaba en caso de
revuelta con pegar fuego a París pro los cuatro costados? Sus
aliados de la Montaña y Cavaignac no le permitían siquiera
sostener al caído baluarte de la sociedad mediante una manifestación
oficial de condolencia. Los del partido del orden no podían
discutir al presidente la facultad constitucional de destituir a un
general. Sólo se enfurecían porque habían hecho un uso no
parlamentario de su derecho constitucional. ¿No habían hecho ellos
constantemente un uso inconstitucional de sus prerrogativas
parlamentarias, sobre todo al abolir el sufragio universal? Estaban
obligados, pues, a moverse estrictamente dentro de los límites
parlamentarios. Y hacía falta padecer aquella peculiar enfermedad
que desde 1848 viene haciendo estragos en todo el continente, el cretinismo
parlamentario, enfermedad que aprisiona como por encantamiento a
los contagiados en un mundo imaginario, privándoles de todo
sentido, de toda memoria, de toda comprensión del rudo mundo
exterior; hacía falta padecer este cretinismo parlamentario, para
que quienes habían por sus propias manos destruido y tenían
necesariamente que destruir, en su lucha con otras clases, todas las
condiciones del poder parlamentario, considerasen todavía como
triunfos sus triunfos parlamentarios y creyesen dar en el blanco del
presidente cuando disparaban contra sus ministros. No hacían más
que darle una ocasión para humillar nuevamente a la Asamblea
Nacional a los ojos de la nación. El 20 de enero, el Moniteur
anunció que había sido aceptada la dimisión de todo el
ministerio. Bajo el pretexto de que ningún partido parlamentario
tenía ya la mayoría, como lo demostraba el voto del 18 de enero,
fruto de la coalición entre la Montaña y los monárquicos, y
esperando a la formación de una nueva mayoría, Bonaparte nombró
un llamado ministerio-puente, en el que no figuraba ningún diputado
y en el que todos sus componentes era individuos completamente
desconocidos e insignificantes, un ministerio de simples recaderos y
escribientes. El partido del orden podía ahora desgastarse en el
juego con estas marionetas; el poder ejecutivo no creyó que valía
siquiera la pena de estar seriamente representado en la Asamblea
Nacional. Cuando más simples coristas fuesen sus ministros, más
visiblemente concentraba Bonaparte en su persona todo el poder
ejecutivo, mayor margen de libertad tenía para explotarlo al
servicio de sus fines. El partido del orden, coligado con la Montaña, se vengó
desechando la dotación presidencial de 1.800.000 francos que el
jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre había obligado a sus
recaderos ministeriales a presentar. Esta vez, la votación se
decidió por una mayoría de sólo 102 votos; es decir, que desde el
18 de enero habían vuelto a desertar 27 votos; la descomposición
del partido del orden seguía su curso. Al mismo tiempo, para que en
ningún momento pudiera caber engaño acerca del sentido de su
coalición con la Montaña, no se dignó tomar siquiera en
consideración una proposición encaminada a la amnistía general de
los presos políticos, firmada por 189 diputados de la Montaña.
Bastó con que el ministro del Interior, un tal Vaïsse declarase
que el orden sólo era aparente, que reinaba gran agitación
secreta, que sociedades omnipresentes se organizaban secretamente,
que los periódicos democráticos se preparaban para reaparecer, que
los informes de las provincias era desfavorables, que los emigrados
de Ginebra tendían, a través de Lyon, una conspiración pro todo
el sur de Francia, que Francia estaba al borde de una crisis
industrial y comercial, que los fabricantes de Roubaix habían
reducido la jornada de trabajo, que los presos de Belle-Ile se habían
sublevado, bastó con que hasta un Vaïsse conjurase el espectro
rojo, para que el parido del orden rechazase, sin discutirla
siquiera, una proposición que habría valido a la Asamblea Nacional
una enorme popularidad y habría obligado a Bonaparte a echarse de
nuevo en sus brazos. En vez de dejarse intimidar por el poder
ejecutivo con la perspectiva de nuevos desórdenes, habría debido,
por el contrario, dejar a la lucha de clases un pequeño margen,
para mantener bajo su independencia el poder ejecutivo. Pero no se
sentía a la altura de la misión de jugar con fuego. Entretanto, el llamado ministerio-puente fue vegetando hasta
mediados de abril. Bonaparte cansó, chasqueó a la Asamblea
Nacional con constantes combinaciones de nuevos ministerios. Tan
pronto parecía querer formar un ministerio republicano con
Lamartine y Billault, como un ministerio parlamentario, con el
inevitable Odilon Barrot, cuyo nombre no puede faltar cuando hace
falta un cándido, o un ministerio orleanista, con Maleville. Y
mientras de este modo mantiene en tensión a las diversas fracciones
del partido del orden unas contra otras y las atemoriza a todas con
la perspectiva de un ministerio republicano y con la restauración
entonces inevitable del sufragio universal, suscita en la burguesía
la convicción de que sus esfuerzos sinceros por lograr un
ministerio parlamentario se estrellan contra la actitud
irreconciliable de las fracciones realistas. Pero la burguesía
clamaba tanto más estentóreamente por un «gobierno fuerte»,
encontraba tanto más imperdonable dejar a Francia «sin
administración», cuanto más parecía estar en marcha una crisis
comercial general, que laboraba en las ciudades en pro del
socialismo como laboraba en el campo el bajo precio ruinoso del
trigo. El comercio languidecía cada día más, los brazos parados
aumentaban visiblemente, en París había por lo menos 10.000
obreros sin pan; en Ruán, Mulhouse, Lyon, Roubaix, Tourcoing,
Saint-Étienne, Elbeuf, etc., se paralizaban innumerables fábricas.
En estas circunstancias, Bonaparte pudo atreverse a restaurar, el 11
de abril, el ministerio del 18 de enero, con los señores Rouher,
Fould, Baroche, etc., reforzados pro el señor Léon Faucher, a
quien la Asamblea Constituyente, durante sus últimos días, por
unanimidad, con la sola excepción de los votos de cinco ministros,
había estigmatizado con un voto de desconfianza por la difusión de
telegramas falsos. Por tanto, la Asamblea Nacional había conseguido
el 18 de enero un triunfo sobre el ministerio, había luchado
durante tres meses contra Bonaparte para que el 11 de abril Fould y
Baroche pudiesen recibir en su alianza ministerial, como tercero, al
puritano Faucher. En noviembre de 1849, Bonaparte se había contentado con un ministerio no parlamentario y en enero de 1851 con un ministerio extraparlamentario; el 11 de abril se sintió ya lo bastante fuerte para formar un ministerio antiparlamentario, en el que se unían armónicamente los votos de desconfianza de ambas Asambleas, la Constituyente y la Legislativa, la republicana y la realista. Esta gradación de ministerios era el termómetro por el que el parlamento podía medir el descenso de su propio calor vital. A fines de abril, éste había caído tan bajo, que Persigny pudo invitar a Changarnier, en una entrevista personal, a pasarse al campo del presidente. Le aseguró que Bonaparte consideraba completamente destruida la influencia de la Asamblea Nacional y que estaba preparada ya la proclama que había de publicarse después del coup d'état, constantemente proyectado, pero otra vez accidentalmente aplazado. Changarnier comunicó a los caudillos del partido del orden la esquela mortuoria, pero, ¿quién cree que las picaduras de las chinches matan? Y el parlamento, con estar tan derrotado, tan descompuesto, tan corrompido, no podía resistirse a ver en el duelo con el grotesco jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre algo más que el duelo con una chinche. Pero, Bonaparte contestó al partido del orden como Agesilao al rey Agis: «Te parezco un ratón, pero algún día te pareceré un león». Capítulo VI La coalición con la Montaña y los republicanos puros, a que el
partido del orden se veía condenado, en sus vanos esfuerzos para
retener el poder militar y reconquistar la suprema dirección del
poder ejecutivo, demostraba irrefutablemente que había perdido su
mayoría parlamentaria propia. La mera fuerza del calendario, la
manecilla del reloj, dio el 28 de mayo la señal para su completa
desintegración. Con el 28 de mayo comienza el último año de vida
de la Asamblea Nacional. Ésta tenía que decidirse ahora por seguir
manteniendo intacta la Constitución o por revisarla. Pero la revisión
constitucional no quería decir solamente dominación de la burguesía
o de la democracia pequeñoburguesa, democracia o anarquía
proletaria, república parlamentaria o Bonaparte, sino que quería
decir también Orleans o Borbón. Con esto, se echó a rodar en el
parlamento la manzana de la discordia, que por fuerza tenía que
encender abiertamente el conflicto de intereses que dividían el
partido del orden en fracciones enemigas. El partido del orden era
una amalgama de sustancias sociales heterogéneas. El problema de la
revisión creó la temperatura política que descompuso el producto
en sus elementos originarios. El interés de los bonapartistas por la revisión era sencillo.
Para ellos, tratábase sobre todo de derogar el artículo 45 que
prohibía la reelección de Bonaparte y la prórroga de sus poderes.
No menos sencilla parecía la posición de los republicanos. Éstos
rechazan incondicionalmente toda revisión, viendo en ella una
conspiración urdida por todas partes contra la república. Y como
disponía de más de la cuarta parte de los votos de la Asamblea
Nacional y constitucionalmente eran necesarias las tres cuartas
partes para contar válidamente la revisión y convocar la Asamblea
encargada de llevarla a cabo, les bastaba con contar sus votos para
estar seguros del triunfo. Y estaban seguros de triunfar. Frente a estas posiciones tan claras, el partido del orden se
hallaba metido en inextricables contradicciones. Si rechazaba la
revisión, ponía en peligro el statu quo, no dejando a Bonaparte más
que una salida, la de la violencia, entregando a Francia el segundo
domingo de mayo de 1852, en el momento decisivo, a la anarquía
revolucionaria, con un presidente que había perdido su autoridad,
con un parlamento que hacía ya mucho que no la tenía y con un
pueblo que aspiraba a reconquistarla. Si votaba por la revisión
constitucional, sabía que votaba en vano y que sus votos fracasarían
necesariamente ante el veto constitucional de los republicanos. Si,
anticonstitucionalmente, declaraba válida la simple mayoría de
votos, sólo podía confiar en dominar la revolución, sometiéndose
sin condiciones a las órdenes del poder ejecutivo y erigía a
Bonaparte en dueño de la Constitución, de la revisión
constitucional y del propio partido del orden. Una revisión
puramente parcial, que prorrogase los poderes del presidente abría
el camino a la usurpación imperial. Una revisión general, que
acortase la vida de la república, planteaba un conflicto inevitable
entre las pretensiones dinásticas, pues las condiciones para una
restauración borbónica y para una restauración orleanista no sólo
eran no sólo eran distintas, sino que se excluían mutuamente. La república parlamentaria era algo más que el terreno neutral
en el que podían convivir con derechos iguales las dos fracciones
de la burguesía francesa, los legitimistas y los orleanistas, la
gran propiedad territorial y la industria. Era la condición
inevitable para su dominación en común, la única forma de
gobierno en que sus interés general de clase podía someter a la
par las pretensiones de sus distintas fracciones y las de las otras
clases de la sociedad. Como realistas, volvían a caer en su antiguo
antagonismo, en la lucha por la supremacía de la propiedad
territorial o la del dinero, y la expresión suprema de este
antagonismo, su personificación, eran sus mismo reyes, sus dinastías.
De aquí la resistencia del partido del orden contra la vuelta de
los Borbones. El orleanista y diputado Creton había presentado periódicamente,
en 1849, 1850 y 1851, la proposición de derogar el decreto de
destierro contra las familias reales. Y el parlamento daba, con la
misma periodicidad, el espectáculo de una asamblea de realistas que
se obstinaban en cerrar a sus reyes desterrados la puerta por la que
podían retornar a la patria. Ricardo III había asesinado a Enrique
VI con la observación de que era demasiado bueno para este mundo y
estaba mejor en el cielo. Aquellos realistas declaraban que Francia
no merecía volver a poseer sus reyes. Obligados pro la fuerza de
las circunstancias, se habían convertido en republicanos y
sancionaban repetidamente la decisión del pueblo que expulsaba a
sus reyes de Francia. La revisión constitucional (y las circunstancias obligaban a
tomarla en cuenta) ponía en tela de juicio, a la par que la república,
la dominación en común de las dos fracciones de la burguesía y
resucitaba de nuevo, con la posibilidad de una restauración de la
monarquía, la rivalidad de intereses que ésta había representado
alternativamente y con preferencia, resucitaba la lucha por la
supremacía de una fracción sobre la otra. Los diplomáticos del
partido del orden creían poder dirimir la lucha amalgamando ambas
dinastías, mediante una llamada fusión de los partidos
realistas y de sus casas reales. La verdadera fusión de la
restauración y de la monarquía de Julio era la república
parlamentaria, en la que se borraban los colores orleanista y
legitimista y las especies burguesas desaparecían en el burgués a
secas, en el burgués como género. Pero ahora se trataba de que el
orleanista se hiciese legitimista y el legitimista orleanista. Se
quería que la monarquía, encarnación de su antagonismo, pasase a
encarnar su unidad, que la expresión de sus intereses fraccionales
exclusivos se convirtiese en expresión de su interés común de
clase, que la monarquía hiciese lo que sólo podía hacer y había
hecho la abolición de dos monarquías, la República. Era la piedra
filosofal, en cuyo descubrimiento se quebraban la cabeza los
doctores del partido del orden. ¡Como si la monarquía legítima
pudiera convertirse nunca en la monarquía del burgués industrial o
la monarquía burguesa en la monarquía de la aristocracia
tradicional de la tierra! ¿Como si la propiedad territorial y la
industria pudiesen hermanarse bajo una sola corona, cuando ésta sólo
podía ceñir una cabeza, la del hermano mayor o la del menor! ¡Como
si la industria pudiese avenirse nunca con la propiedad territorial,
mientras que ésta no se decide a hacerse industrial! Aunque Enrique
V muriese mañana, el conde de París no se convertiría por ello en
rey de los legitimistas, a menos que dejase de serlo de los
orleanistas. Sin embargo, los filósofos de la fusión, que se engreían
a medida que el problema de la revisión iba pasando al primer
plano, que hicieron de la Assemblée Nationale su órgano
diario oficial y que incluso vuelven a laborar en ese momento
(febrero de 1852), buscaban la explicación de todas las
dificultades en la resistencia y la rivalidad de ambas dinastías.
Los intentos de reconciliar a la familia de Orleans con Enrique V,
intentos que comenzaron desde la muerte de Luis Felipe, pero que,
como todas las intrigas dinásticas, solamente se representaban, en
general, durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, en los
entreactos , entre bastidores, más por coquetería sentimental con
la vieja superstición que como propósito serio, se convirtieron
ahora en acciones dramáticas, representadas por el partido del
orden en la escena pública, en vez de representarse como antes en
un teatro de aficionados. Los correos volaban de París a Venecia,
de Venecia a Claremont, de Claremont a París. El conde de Chambord
lanza un manifiesto en el que, «con la ayuda de todos los miembros
de su familia», anuncia, no su restauración, sino la restauración
«nacional». El orleanista Salvandy se echa a los pies de Enrique
V. En vano los jefes legitimistas Berryer, Benoist d'Azy, Saint-Priest,
se van en peregrinación a Claremont, a convencer a los Orleans. Los
fusionistas se dan cuenta demasiado tarde de que los intereses de
familia, de los intereses de dos casas reales. Aunque Enrique V
reconociese al conde París como su sucesor (único éxito que, en
el mejor de los caso, podía conseguir la fusión), la casa de
Orleans no ganaba con ello ningún derecho que no le garantizase ya
la falta de hijos de Enrique V y en cambio perdía todos los que había
conquistado la revolución de julio. Renunciaba a sus derechos
originarios, a todos los títulos que, en una lucha casi secular,
había ido arrancando a la rama más antigua de los Borbones,
cambiaba sus prerrogativas históricas, las prerrogativas de la
monarquía moderna, por las prerrogativas de su árbol genealógico.
Por tanto, la fusión no sería más que la abdicación voluntaria
de la casa de Orleans, su resignación legitimista, la vuelta
arrepentida de la Iglesia estatal protestante a la católica. Una
retirada que, además, no la llevaría siquiera al trono que había
perdido, sino a las gradas del trono en que había nacido. Los
antiguos ministros orleanistas, Guizto, Duchâtel, etc., que fueron
también corriendo a Claremont, a abogar por la fusión, sólo
representaban en realidad la resaca que había dejado la revolución
de julio, la falta de fe en la monarquía burguesa y en la monarquía
de los burgueses, la fe supersticiosa en la legitimidad como último
amuleto contra la anarquía. Creyéndose mediadores entre los
Orleans y Borbón, sólo eran en realidad orleanistas apóstatas, y
como tales los recibió el príncipe de Joinville. En cambio, el
sector viable y batallador de los orleanistas, Thies, Baze, etc.,
convenció con tanta mayor facilidad a la familia de Luis Felipe de
que si toda restauración monárquica inmediata presuponía la fusión
de ambas dinastías y ésta, as u vez, la abdicación de la casa de
Orleans, en cambio correspondía por entero a la tradición de sus
antepasados el reconocer provisionalmente la república esperando a
que los conocimientos permitiesen convertir el sillón presidencial
en trono. Se difundió en forma de rumor la candidatura de Joinville
a la presidencia, manteniéndose en suspenso la curiosidad pública,
y algunos meses más tarde, en septiembre, después de rechazarse la
revisión constitucional, fue públicamente proclamada. De este modo, no sólo había fracasado el intento de una fusión
realista entre orleanistas y legitimistas, sino que había roto su fusión
parlamentaria, su forma común republicana volviendo a despoblar
el partido del orden entre sus primitivos elementos; pero, cuanto más
crecía el divorcio entre Claremont y Venecia, cuanto más se rompía
su avenencia y más se iba extendiendo la agitación a favor de
Joinville, más acuciantes y más serias se hacían las
negociaciones entre Faucher, el ministro de Bonaparte, y los
legitimistas. La descomposición del partido del orden no se detuvo en sus
elementos primitivos. Cada una de las dos grandes fracciones se
descompuso a su vez de nuevo. Era como si volviesen a revivir todos
los viejos matices que antiguamente se habían combatido dentro de
cada uno de los dos campos, el legitimista y el orleanista; como
ocurre como los infusorios secos al contacto con el agua; como si
hubiesen recuperado la suficiente energía vital para formar grupos
propios y antagonismos independientes. Los legitimistas veíanse
transpuestos en sueños a los litigios entre las Tullerìas y el
Pabellón Marsan, entre Villèle y Polignac. Los orleanistas volvían
a vivir la edad de oro de los torneos entre Guizot, Molé, Broglie,
Thiers y Odilon Barrot. El sector revisionista del partido del orden, aunque discorde
también en cuanto a los límites de la revisión, integrado por los
legitimistas bajo Berryer y Falloux de un lado, y de otro La
Rochejaquelein, y los orleanistas cansados de luchar, bajo Molé,
Broglie, Montalembert y Odilon Barret, llegó a un acuerdo con los
representantes bonapartistas acerca de la siguiente vaga y amplia
proposición: «Los diputados abajo firmantes, con el fin de restituir a la
nación el pleno ejercicio de su soberanía, presentan la moción de
que la Constitución sea revisada.» Pero al mismo tiempo declaraban unánimemente, por boca de su
portavoz, Tocqueville, que la Asamblea Nacional no tenía derecho a
pedir la abolición de la república que este derecho sólo
correspondía a la cámara encargada de la revisión. las tres
cuartas partes de los votos constitucionalmente prescritas. Tras
seis días de turbulentos debates, el 19 de julio fue rechazada,
como era de prever, la revisión. Votaron a favor 446, pero en
contra 278. Los orleanistas decididos, Thiers, Changarnier, etcétera,
votaron contra los republicanos y la Montaña. La mayoría del parlamento se declaraba así en contra de la
Constitución, pero ésta se declaraba, de por sí, a favor de la
minoría y declaraba su acuerdo como obligatorio. Pero ¿acaso el
partido del orden no había supeditado la Constitución a la mayoría
parlamentaria el 31 de mayo de 1850 y el 13 de junio de 1849? ¿No
descansaba toda su política anterior en la supeditación de los artículos
constitucionales a los acuerdos parlamentarios de la mayoría? ¿No
había dejado a los demócratas y castigado en ellos la superstición
bíblica por la letra de la ley? Pero en este momento la revisión
constitucional no significaba más que la continuación del poder
presidencial, del mismo modo que la persistencia de la Constitución
sólo significaba la destitución de Bonaparte. El parlamento se había
declarado a favor de él, pero la Constitución se declaraba en
contra del parlamento. Bonaparte obró, pues, en un sentido
parlamentario al desgarrar la Constitución, y en un sentido
constitucional al disolver el parlamento. El parlamento había declarado a la Constitución, y con ella su
propia dominación, «fuera de la mayoría», con su acuerdo había
derogado la Constitución y prorrogado los poderes presidenciales,
declarando al mismo tiempo que ni aquélla podía morir, ni éstos
vivir mientras él mismo persistiese. Los que habían de enterrarlo
estaban ya a la puerta. Mientras el parlamento discutía la revisión,
Bonaparte retiró al general Baraguay d'Hilliers, que se mostraba
indeciso, el mando de la primera división y nombró para
sustituirle al general Magnan, el vencedor de Lyon, el héroe de las
jornadas de diciembre, una de sus criaturas, que ya bajo Luis Felipe
se había comprometido más o menos por él con motivo de la
expedición de Boulogne. El partido del orden demostró, con su acuerdo sobre la revisión,
que no sabía gobernar ni servir, vivir ni morir, ni soportar la república
ni derribarla, ni mantener la Constitución ni echarla por tierra,
ni cooperar con el presidente ni romper con él. ¿De quién
esperaba la solución de todas las contradicciones? Del calendario,
de la marcha de los acontecimientos. Dejó de arrogarse un poder
sobre éstos. Retó, por tanto, a los acontecimientos a que se
impusiesen por la fuerza, retando con ello al poder, al que, en su
lucha contra el pueblo, había ido cediendo un atributo tras otro,
hasta reducirse a la impotencia frente a él. Para que el jefe del
poder ejecutivo pudiese trazar el plan de lucha contra él con mayor
desembarazo, fortalecer sus medios de ataque, elegir sus armas,
consolidar sus posiciones, acordó, precisamente en este momento crítico,
retirarse de la escena y aplazar sus sesiones por tres meses, del 10
de agosto al 4 de noviembre. El partido parlamentario no sólo se había despoblado en sus dos
grandes facciones y cada una de éstas no sólo se había
subdividido, sino que el partido del orden dentro del parlamento se
había divorciado del partido del orden fuera del parlamento.
Los portavoces y escribas de la burguesía, su tribuna y su prensa,
en una palabra, los ideólogos de la burguesía y la burguesía
misma, los representantes y los representados aparecían divorciados
y ya no se entendían más. Los legitimistas de provincias, con su horizonte limitado y su
limitado entusiasmo, acusaban a sus caudillos parlamentarios,
Berryer y Falloux, de deserción al campo bonapartista y de traición
contra Enrique V. Su inteligencia flordelisada creía en el pecado
original, pero no en la diplomacia. Incomparablemente más funesta y más decisiva era la ruptura de
la burguesía comercial con sus políticos. Ella no reprochaba a éstos,
como los legitimistas a los suyos, el haber desertado de un
principio, sino, por el contrario, el aferrarse a principios ya
superfluos. Ya he apuntado más arriba que, desde la entrada de Fould en el
Gobierno, el sector de la burguesía comercial que se había llevado
la parte del león en el Gobierno de Luis Felipe, la aristocracia
financiera, se había hecho bonapartista. Fould no sólo
representaba el interés de Bonaparte en la Bolsa, sino que
representaba al mismo tiempo los intereses de la Bolsa cerca de
Bonaparte. La posición de la aristocracia financiera la pinta del
modo más palmario una cita tomada de su órgano europeo, el Economist
de Londres. En su número del 1 de febrero de 1851, la revista
publica la siguiente correspondencia de París: «Por todas partes hemos podido comprobar que Francia exige ante
todo tranquilidad. El presidente lo declara en su mensaje a la
Asamblea Legislativa, la tribuna nacional le hace eco, los periódicos
lo aseguran, se proclama desde el púlpito, lo demuestran la
sensibilidad de los valores del Estado ante la menor perspectiva de
desorden y su firmeza tan pronto como triunfa el poder ejecutivo». En su número del 29 de noviembre de 1851, el
Economist declara
en su propio nombres: «En todas las Bolsas de Europa se reconoce ahora al
presidente como el guardián del orden». Por tanto, la aristocracia financiera condenaba la lucha
parlamentaria del partido del orden contra el poder ejecutivo como
una alteración del orden y festejaba todos los triunfos del
presidente sobre los supuestos representantes de ella como un triunfo
del orden. Por aristocracia financiera hay que entender aquí no
sólo los grandes empresarios de los empréstitos y los
especuladores en valores del Estado, cuyos intereses coinciden, por
razones bien comprensibles, con los del poder público. Todo el
moderno negocio pecuniario, toda la economía bancaria, se halla
entretejida del modo más íntimo con el crédito público. Una
parte de su capital activo se invierte, necesariamente, en valores
del Estado que dan réditos y son rápidamente convertibles. Sus depósitos,
el capital puesto a su disposición y distribuido por ellos entre
los comerciantes e industriales, afluye en parte de los dividendos
de los rentistas del Estado. Si en todas las épocas la estabilidad
del poder público es el alfa y el omega para todo el mercado
monetario y sus sacerdotes, ¿cómo no ha de serlo hoy, en que todo
diluvio amenaza con arrastra junto a los viejos Estados las viejas
deudas del Estado? También a la
burguesía industrial, en su fanatismo por
el orden, le irritaban las querellas del partido parlamentario del
orden con el poder ejecutivo. Después de su voto del 18 de enero
con motivo de la destitución de Changarnier, Thiers, Anglès,
Sainte-Beuve, etc., recibieron reprimendas públicas, procedentes
precisamente de sus mandantes de los distritos industriales, en las
que se estigmatizaba sobre todo su coalición con la Montaña como
un delito de alta traición contra el orden. Si bien hemos visto que
las pullas jactanciosas, las mezquinas intrigas en que se
manifestaba la lucha del partido del orden contra el presidente no
merecían mejor acogida, por otra parte este partido burgués, que
exigía a sus representantes que dejasen pasar sin resistencia el
poder militar de manos de su propio parlamento a manos de un
pretendiente aventurero, no era siquiera digno de las intrigas que
se malgastaban en su interés. Demostraba que la lucha por defender
su interés público, su propio interés de clase, su
poder político, no hacía más que molestarle y disgustarle
como una perturbación de su negocio privado. Durante las jiras de Bonaparte, los dignatarios burgueses de las
ciudades departamentales, los magistrados, los jueces comerciales,
etc., le recibían en todas partes casi sin excepción, del modo más
servil, aun cuando, como hizo en Dijon, atacase sin reservas a la
Asamblea Nacional y especialmente al partido del orden. Cuando el comercio marchaba bien, como ocurría aún a comienzos
de 1851, la burguesía comercial se enfurecía contra todo lo que
fuese lucha parlamentaria, por miedo a que el comercio perdiese el
humor. Cuando el comercio marchaba mal, como ocurría constantemente
desde fines de febrero de 1851, acusaba a las luchas parlamentarias
de ser la causa del estancamiento y clamaba por que aquellas luchas
se acallasen para que el comercio pudiera reanimarse. Los debates
sobre la revisión constitucional coincidieron precisamente con esta
época mala. Como aquí se trataba del ser o no ser de la forma de
gobierno existente, la burguesía se sintió tanto más autorizada a
reclamar a sus representantes que se pusiese fin a esta
atormentadora situación provisional, ella entendía precisamente su
perpetuidad, el aplazar hasta un remoto porvenir el momento de tomar
una decisión. El statu quo sólo podía mantenerse por dos
caminos: prorrogar los poderes de Bonaparte o hacer que éste
dimitiese constitucionalmente y elegir a Cavaignac. Una parte de la
burguesía deseaba la segunda solución y no supo dar a sus
representantes mejor consejo que callar, no tocar el punto candente.
Creía que si sus representantes no hablaban, Bonaparte se abstendría
de obrar. Quería un parlamento-avestruz, que escondiese la cabeza
para no ser visto. Otra parte de la burguesía quería que
Bonaparte, ya que estaba sentado en el sillón presidencial,
continuase sentado en él, para que todo siguiese igual. Y le
sublevaba que su parlamento no violase abiertamente la Constitución
y no abdicase sin más rodeos. Los Consejos generales de los departamentos, representaciones
provinciales de la gran burguesía, reunidos durante las vacaciones
de la Asamblea Nacional, desde el 25 de agosto, se declararon casi
unánimemente en pro de la revisión, es decir, en contra del
parlamento y a favor de Bonaparte. Más inequívocamente todavía que el divorcio con sus
representantes
parlamentarios, ponía de manifiesto la burguesía su furia
contra sus representantes literarios, contra su propia prensa. Las
condenas a multas exorbitantes y a desvergonzadas penas de cárcel
con que los jurados burgueses castigaban todo ataque de los
periodistas burgueses contra los apetitos usurpadores de Bonaparte,
todo intento por parte de la prensa de defender los derechos políticos
de la burguesía contra el poder ejecutivo, causaban asombro no sólo
de Francia, sino de toda Europa. Si el partido parlamentario del orden, con sus gritos pidiendo tranquilidad, se condenaba él mismo, como ya he indicado, a la inacción, si declaraba la dominación política de la burguesía incompatible con la seguridad y la existencia de la burguesía; destruyendo por su propia mano, en la lucha contra las demás clases de la sociedad, todas las condiciones de su propio régimen, del régimen parlamentario, la masa extraparlamentaria de la burguesía, con su servilismo hacia el presidente, con sus insultos contra el parlamento, con el trato brutal a su propia prensa, empujaba a Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores y sus escritores, sus políticos y sus literatos, su tribuna y su prensa, para poder así entregarse confiadamente a sus negocios privados bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto. Declaraba inequívocamente que ardía en deseos de deshacerse de su propia dominación política para deshacerse de las penas y los peligros de esa dominación. Y esta burguesía extraparlamentaria, que se había rebelado ya
contra la lucha puramente parlamentaria y literaria en pro de la
dominación de su propia clase y traicionado a los caudillos de esta
lucha, ¡se atreve ahora a acusar a posteriori al
proletariado por no haberse lanzado por ella a una lucha sangrienta,
a una lucha a vida o muerte! Ella, que en todo momento sacrificó su
interés general de clase, su interés político, al más mezquino y
sucio interés privado, exigiendo a sus representantes este mismo
sacrificio, ¡se lamenta ahora de que el proletariado sacrifique a
sus intereses materiales, los intereses políticos ideales de ella!
Se presenta como un alma cándida a quien el proletariado,
extraviado pro los socialistas, no ha sabido comprender y ha
abandonado en el momento decisivo. Y encuentra un eco general en el
mundo burgués. No me refiero, naturalmente, a los politicastros y
majaderos ideológicos alemanes. Me remito, por ejemplo, al mismo Economist,
que todavía el 29 de noviembre de 1851, es decir, cuatro días
antes del golpe de Estado, presentaba a Bonaparte como el «guardián
del orden» y a los Thiers y Berryer como «anarquistas», y que el
27 de diciembre de 1851, cuando ya Bonaparte había reducido a la
tranquilidad a aquellos anarquistas, clama acerca de la traición
cometida por las «ignorantes, incultas y estúpidas masas
proletarias contra el ingenio, incultas y estúpidas masas
proletarias contra el ingenio, los conocimientos, la disciplina, la
influencia espiritual, los recursos intelectuales y el peso moral de
las capas medias y elevadas de la sociedad». La única masa estúpida,
ignorante y vil no fue nadie más que la propia masa burguesa. Es cierto que en 1851 Francia había vivido una especie de pequeña
crisis comercial. A fines de febrero se puso de manifiesto la
disminución de las exportaciones respecto a 1850, en marzo se
resintió el comercio y se cerraron las fábricas, en abril la
situación de los departamentos industriales parecía tan
desesperada como después de las jornadas de febrero, en mayo los
negocios no se habían reavivado aún; todavía el 18 de junio, la
cartera del Banco de Francia, con su aumento enorme de los depósitos
y su descenso no menos grande de los descuentos de letras, revelaba
el estancamiento de la producción; hasta mediados de octubre no
volvió a producirse de nuevo una mejora progresiva en los negocios.
La burguesía francesa se explicaba este estancamiento del comercio
con motivos puramente políticos, con la lucha entre el parlamento y
el poder ejecutivo, con la inestabilidad de una forma de gobierno
puramente provisional, con la perspectiva intimadora del segundo
domingo de mayo de 1852. No negaré que todas estas circunstancias
ejercían un efecto deprimente sobre algunas ramas industriales en
París y en los departamentos. Sin embargo, esta influencia de las
circunstancias políticas era una influencia meramente local y sin
importancia. ¿Qué mejor prueba de esto que el hecho de que la
situación del comercio comenzase a mejorar precisamente hacia
mediados de octubre, en el momento en que la situación política
empeoraba, en que el horizonte político se oscurecía, esperándose
a cada instante que cayese un rayo del Elíseo? Por lo demás, el
burgués de Francia, cuyo «ingenio, conocimientos, penetración
espiritual y recursos intelectuales» no llegan más allá de su
nariz, pudo dar con la nariz en la causa de su miseria comercial en
todo el tiempo que duró la Exposición Industrial de Londres.
Mientras en Francia se cerraban las fábricas, en Inglaterra
estallaban las bancarrotas comerciales. Mientras en abril y mayo el
pánico industrial alcanzaba su apogeo en Francia, en abril y mayo
el pánico comercial alcanzaba el apogeo en Inglaterra. La industria
lanera inglesa sufría quebrantos como la francesa, y otro tanto
ocurría con la manufactura de la seda. Y si las fábricas
algodoneras inglesas seguían trabajando, no era ya con las mismas
ganancias que en 1849 y 1850. No había más diferencia, sino que en
Francia la crisis era industrial y en Inglaterra comercial; que,
mientras en Francia las fábricas se cerraban, en Inglaterra se
extendía su producción, pero bajo condiciones más favorables que
en los años anteriores, que en Francia la que salía peor parada
era la exportación y en Inglaterra la importación. La causa común
que, naturalmente, no ha de buscarse dentro de los límites del
horizonte político francés, era palmaria. Los años de 1849 y 1850
fueron años de la mayor prosperidad material y de una superproducción
que sólo se manifestó como tal a partir de 1851. A comienzos de
este año, aún se la fomentó de un modo especial con vistas a la
Exposición Industrial. Como circunstancias peculiares, hay que añadir:
primero, la mala cosecha de algodón de 1850 y 1851; luego, la
seguridad de una cosecha algodonera más abundante que la que se
esperaba, el alza y luego la baja repentina, en una palabra, las
oscilaciones de los precios del algodón. La cosecha de seda en
bruto había sido todavía inferior, por lo menos en Francia, a la
cifra media. Finalmente, la manufactura lanera se había extendido
tanto, desde 1848, que la producción de lana no podía darle abasto
y el precio de la lana en bruto subió muy desproporcionadamente en
relación con el precio de los artículos de lana. Aquí, en la
materia prima de tres industrias del mercado mundial, tenemos, pues,
ya triple material para un estancamiento de comercio. Prescindiendo
de estas circunstancias especiales, la aparente crisis del año 1851
no era más que el alto que la superproducción y superespeculación
hacen cada vez que recorren el ciclo industrial, antes de reunir
todas sus fuerzas para recorrer con vertiginosidad febril la última
etapa del ciclo y llegar de nuevo a su punto de partida: la
crisis comercial general. En estos intervalos de la historia del
comercio, estallan en Inglaterra las bancarrotas comerciales,
mientras que en Francia se paraliza la industria misma, en parte
obligada a retroceder por la competencia de los ingleses en todos
los mercados, competencia que precisamente en esos momentos se
agudiza hasta términos irresistibles, y en parte por ser una
industria de lujo, que sufre preferentemente las consecuencias de
todos los estancamientos de los negocios. De este modo, Francia,
además de recorrer las crisis generales, recorre sus propias crisis
nacionales de comercio, que, sin embargo, están mucho más
determinadas y condicionadas por el estado general del mercado
mundial que por las influencias locales francesas. No carecerá de
interés oponer al prejuicio del burgués de Francia el juicio del
burgués de Inglaterra. Una de las mayores casas de Liverpool
escribe en su memoria comercial anual de 1851: «Pocos años han engañado más que éste en los pronósticos
hechos al comenzar; en vez de la gran prosperidad, que se preveía
casi unánimemente, resultó ser uno de los años más
decepcionantes desde hace un cuarto de siglo. Esto sólo se refiere,
naturalmente, a las clases mercantiles, no a las industriales. Y,
sin embargo, al comenzar el año había indudablemente sus razones
para pensar lo contrario; las reservas de mercancías eran escasas,
el capital abundante, las subsistencias baratas, estaba asegurado un
año próspero; paz inalterada en el continente y ausencia de
perturbaciones políticas o financieras en nuestro país; realmente,
nunca se habían visto más libres las alas del comercio... ¿A qué
atribuir este resultado desfavorable? Creemos que al exceso de
comercio, tanto en las importaciones como en las exportaciones.
Si nuestros comerciantes no ponen por sí mismos a su actividad límites
más estrechos, nada podrá sujetarnos dentro de los carriles, más
que un pánico cada tres años.» Imaginémonos ahora al burgués de Francia en medio de este pánico
de los negocios, con su cerebro obsesionado por el comercio,
torturado, aturdido por los rumores de golpe de Estado y de
restablecimiento del sufragio universal, por la lucha entre el
parlamento y el poder ejecutivo, por la guerra de la Fronda de los
orleanistas y los legitimistas, por las conspiraciones comunistas
del sur de Francia y las supuestas jacqueries de los
departamentos del Nièvre y del Cher, por los reclamos de los
distintos candidatos a la presidencia, por las consignas chillonas
de los periódicos, por las amenazas de los republicanos de defender
con las armas en la mano la Constitución y el sufragio universal,
por los evangelios de los héroes emigrados in partibus, que
anunciaban el fin del mundo para el segundo domingo de mayo de 1852,
y comprenderemos que, en medio de esta confusión indecible y
estrepitosa de fusión, revisión, prórroga de poderes, Constitución,
conspiración, coalición, emigración, usurpación y revolución.
el burgués, jadeante, gritase como loco a su república
parlamentaria: «¡Antes un final terrible que un terror sin fin!» Bonaparte supo entender este grito. Su capacidad de comprensión
se aguzó por la creciente violencia de sus acreedores, que veían
en cada crepúsculo que los iba acercando al día del vencimiento,
al segundo domingo de mayo de 1852, una protesta del movimiento de
los astros contra sus letras de cambio terrenales. Se habían
convertido en verdaderos astrólogos. La Asamblea Nacional había
frustrado a Bonaparte toda esperanza en la prórroga constitucional
de su poder y la candidatura del príncipe de Joinville no consentía
más vacilaciones. Si hubo alguna vez un acontecimiento que proyectase delante de sí
una sombra mucho tiempo antes de ocurrir, fue el golpe de Estado de
Bonaparte. Ya el 29 de enero de 1849, cuando apenas había pasado un
mes desde su elección, hizo una proposición en este sentido a
Changarnier. Su propio primer ministro, Odilon Barrot, había
denunciado veladamente en el verano de 1849, y Thiers abiertamente
en el invierno de 1850, la política del golpe de Estado. En mayo de
1851, Persigny había intentado otra vez más ganar a Changarnier
para el golpe y el Messager de l'Assemblée había hecho públicas
estas negociaciones. Los periódicos bonapartistas amenazaban con un
golpe de Estado ante cada tormenta parlamentaria, y cuanto más se
acercaba la crisis, más subían de tono. En las orgías, que
Bonaparte celebraba todas las noches con la swell mob de ambos
sexos, en cuanto se acercaba la media noche y las abundantes
libaciones desataban las lenguas y calentaban la fantasía, se
acordaba el golpe de Estado para la mañana siguiente. Se
desenvainaban las espadas, tintineaban los vasos, los diputados salían
volando por las ventanas y el manto imperial caía sobre los hombros
de Bonaparte, hasta que la mañana siguiente ahuyentaba al fantasma,
y el asombrado París se enteraba, por las vestales poco reservadas
y los indiscretos paladines, del peligro de que había escapado una
vez más. Durante los meses de septiembre y octubre se atropellaban
los rumores sobre un coup d'état. La sombra cobraba al mismo
tiempo color, como un daguerrotipo iluminado. Si se ojean las series
de septiembre y octubre en las selecciones de los órganos de la
prensa diaria europea, se encontrarán textualmente noticias de este
tipo:» París está lleno de rumores de un golpe de Estado. Se dice
que la capital se llenará de tropas durante la noche y que a la mañana
siguiente aparecerán decretos disolviendo la Asamblea Nacional,
declarando el departamento del Sena en estado de sitio, resturando
el sufragio universal y apelando al pueblo. Se dice que Bonaparte
busca ministros para poner en práctica estos decretos ilegales».
Las correspondencias que dan estas nociticas terminan siempre con la
palabra fatal «aplazado». El golpe de Estado fue siempre la
idea fija de Bonaparte. Con esta idea en la cabeza volvió a pisar
el territorio de Francia. Hasta tal punto estaba poseído por ella,
que la delataba y se le iba de la lengua a cada paso. Y era tan débil,
que volvía a abandonarla también a cada paso. La sombra del golpe
de Estado había hecho tan familiar a los parisinos como espectro,
que cuando por fin se les presentó en carne y hueso no querían
creer en él. No fue, pues, ni el recato discreto del jefe de la
Sociedad del 10 de Diciembre ni una sorpresa insospechada por la
Asamblea Nacional lo que hizo que triunfase el golpe de Estado. Si
triunfó, fue, a pesar de la indiscreción de aquél y a
ciencia y conciencia de ésta, como resultado necesario e
inevitable del proceso anterior. El 10 de octubre, Bonaparte anunció a sus ministros su resolución
de restaurar el sufragio universal; el 16 le presentaron la dimisión,
y el 26 conoció París la formación del ministerio Thorigny. El
prefecto de policía Carlier fue sustituido al mismo tiempo por
Maupas y el jefe de la primera división, Magnan, concentró en la
capital los regimientos más seguros. El 4 de noviembre reanudó sus
sesiones la Asamblea Nacional. Ya no tenía que hacer más que
repetir en pocas y sucintas lecciones de repaso el curso que había
acabado y probar que la habían enterrado sólo después de morir. El primer puesto que había perdido en su lucha con el poder
ejecutivo era el ministerio. Y no tuvo más remedio que confesar
solemnemente esta pérdida, aceptando como plenamente válido el
simulacro de ministerio de Thorigny. La comisión permanente había
recibido con risas al señor Giraud, cuando éste se presentó en
nombre de los nuevos ministros. ¡Flojo era el ministerio para
medidas tan fuertes como la restauración del sufragio universal!
Pero se trataba precisamente de no sacar nada adelante en el
Parlamento, sino de sacarlo todo contra el Parlamento. El mismo día en que reanudó sus sesiones, la Asamblea Nacional
recibió el mensaje en que Bonaparte exigía la restauración del
sufragio universal y la derogación de la ley de 31 de mayo de 1850.
Sus ministros presentaron el mismo día un decreto en este sentido.
La Asamblea rechazó inmediatamente la proposición de urgencia de
los ministros, y el 13 de noviembre la propuesta de ley, por 355
votos contra 348. De este modo, volvió a romper una vez más su
mandato, volvió a confirmar una vez más que había dejado de ser
la representación libremente elegida del pueblo, para convertirse
en el parlamento usurpador de una clase, confesó una vez más que
había cortado por su propia mano los músculos que unían la cabeza
parlamentaria con el cuerpo de la nación. Si el poder ejecutivo, con su propuesta de restauración del
sufragio universal, apelaba de la Asamblea Nacional al pueblo, el
poder legislativo, con su proyecto de ley sobre cuestores había de
fijar el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente el
auxilio de las tropas, a crear un ejército parlamentario. Al erigir
así al ejército en árbitro entre ella y el pueblo, entre ella y
Bonaparte, al reconocer al ejército como poder decisivo del Estado,
tenía necesariamente que confirmar, de tora parate, que había
abandonado ya desde hacía mucho tiempo su pretensión de mando
sobre el ejército. Cuando, en vez de requerir inmediatamente a las
tropas, debatía sobre su derecho a requerirlas, revelaba la duda en
su propio poder. Al rechazar la ley de los cuestores, conversaba
abiertamente su impotencia. Esta ley fue desechada con una minoría
de 108 votos; la Montaña decidió, por tanto, la votación. Se
encontraba en la situación del asno de Buridán, no ciertamente
entre dos sacos de pienso, sin saber cuál sería mejor, sino entre
dos tandas de palos, sin saber cuál sería peor. De un lado, el
miedo a Changarnier; de otro, el miedo a Bonaparte. Hay que
reconocer que la situación no tenía nada de heroica. El 18 de noviembre se propuso una enmienda a la ley sobre las
elecciones municipales presentada por el partido del orden, en la
que se disponía que los electores municipales no necesitarían tres
años de domicilio, sino uno solo, para poder votar. La enmienda se
desechó por un solo voto, este voto resultó inmediatamente ser un
error. Escindido en sus fracciones enemigas, el partido del orden
había perdido desde hacía ya mucho tiempo su mayoría
parlamentaria propia. Ahora ponía de manifiesto que en el
parlamento no existía ya mayoría alguna. La Asamblea Nacional era
ya incapaz para tomar acuerdos. Sus elementos atómicos ya no
se mantenían unidos por ninguna fuerza de cohesión; había gastado
su último hálito de vida, estaba muerta. Finalmente, algunos días antes de la catástrofe, la masa
extraparlamentaria de la burguesía había de confirmar solemnemente
una vez más su ruptura con la burguesía dentro del parlamento.
Thiers, que como héroe parlamentario estaba contagiado
preferentemente de la enfermedad incurable del cretinismo
parlamentario, había maquinado después de la muerte del parlamento
una nueva intriga parlamentaria con el Consejo de Estado, una ley de
responsabilidad con la que se pretendía sujetar al presidente
dentro de los límites de la Constitución. Así como el 15 de
septiembre, en la fiesta en que se puso la primera piedra del nuevo
mercado de París, Bonaparte había fascinado a las dames de
Halles, a las pescaderas, como un segundo Masniello (claro está
que una de estas pescaderas valía en cuanto a fuerza efectiva, por
17 burgraves), del mismo modo que, después de presentada la ley
sobre cuestores, entusiasmaba a los tenientes obsequiados en el Elíseo,
ahora, el 25 de noviembre, arrebató a la burguesía industrial,
congregada en el circo para recibir de sus manos las medallas de los
premios por la Exposición Industrial de Londres. Reproduciré la
parte significativa de su discurso, tomada del Journal des Débats. «Con éxitos tan inesperados, me creo autorizado a decir cuán
grande sería la República Francesa si se le consintiese defender
sus intereses reales y reformar sus instituciones, en vez de verse
constantemente perturbada, de un lado, por los demagogos y, de otro
lado, por las alucinaciones monárquicas. (Grandes, atronadores y
repetidos aplausos de todas las partes del anfiteatro.) Las
alucinaciones monárquicas entorpecen todo progreso y todo
desarrollo industrial serio. En lugar de progreso, no hay más que
lucha. Vemos a hombres que antes eran el más celoso sostén de la
autoridad y de las prerrogativas reales y que hoy son partidarios de
una Convención solamente para quebrantar la autoridad nacida del
sufragio universal. (Grandes y repetidos aplausos.) Vemos a
hombres que han sufrido más que nadie de la revolución y la han
deplorado más que nadie, y que provocan una nueva, sin más objeto
que encadenar la voluntad de la nación... Yo os prometo
tranquilidad para el porvenir, etc.» («Bravo», «Bravo»,
atronadores «Bravo».) Así aplaude la burguesía industrial con su reclamación más
servil el golpe de Estado del 2 de diciembre, la aniquilación del
parlamento, el ocaso de su propia dominación, la dictadura de
Bonaparte. La tempestad de aplausos del 25 de noviembre tuvo su
respuesta en la tempestad de cañonazos del 4 de diciembre, y la
mayoría de las bombas fueron a estallar en la casa del señor
Sallandrouze, en cuya garganta había estallado la mayoría de los vítores. Cuando Cromwell disolvió el Parlamento Largo, se dirigió solo
al centro del salón de sesiones, sacó el reloj para que aquél no
viviese ni un solo minuto más del plazo que le había señalado y
fue arrojando del salón a los diputados uno por uno con insultos
alegres y humoristas. El 18 Brumario, Napoleón, con menos talla que
su modelo, se trasladó, a pesar de todo, al Cuerpo Legislativo y le
leyó, aunque con voz entrecortada, su sentencia de muerte. El
segundo Bonaparte, que por lo demás se hallaba en posesión de un
poder ejecutivo muy distinto del de Cromwell o Napoleón, no fue a
buscar su modelo en los anales de la historia universal, sino en los
anales de la Sociedad del 10 de Diciembre, en los anales de la
jurisprudencia criminal. Roba al Banco de Francia 25 millones de
francos, compra al general Magnan por un millón y a los soldados
por 15 francos a cada uno y por aguardiente, se reúne a escondidas
por la noche con sus cómplices, como un ladrón, manda asaltar las
casas de los parlamentarios más peligrosos, sacándolos de sus
camas y llevándose a Cavaignac, Lamoriciére, Le Flô, Changarnier,
Charras, Thiers, Baze y otros, manda ocupar las plazas principales
de París y el edificio del Parlamento con tropas y pegar, al
amanecer, en todos los muros, carteles estridentes proclamando la
disolución de la Asamblea Nacional y del Consejo de Estado, la
restauración del sufragio universal y la declaración del
departamento del Sena en estado de sitio. Y poco después, inserta
en el Moniteur un documento falso, según el cual influyentes
hombres parlamentarios se han agrupado en torno a él en un Consejo
de Estado. Los restos del parlamento, formados principalmente por
legitimistas y orleanistas, se reúnen en el edificio de la alcaldía
del 10 distrito y acuerdan entre gritos de «¡Viva la república!»
la destitución de Bonaparte, arengan en vano a la masa boquiabierta
congregada delante del edificio y, por último, custodiados por
tiradores africanos, son arrastrados primero al cuartel d'Orsay y
luego empaquetados en coches celulares y transportados a las cárceles
de Mazas, Ham y Vincennes. Así terminaron el partido del orden, la
Asamblea Legislativa y la revolución de febrero. He aquí en breves
rasgos, antes de pasar rápidamente a las conclusiones, el esquema
de su historia. I. Primer período. Del 24 de febrero al 4 de mayo de 1848. Período de febrero. Prólogo. Farsa de confraternización general. II. Segundo período. Período de constitución de la república y de la Asamblea Nacional Constituyente.
III: Tercer período. Período de la república constitucional y de la Asamblea Nacional Legislativa.
Capítulo VII La república social apareció como fase, como profecía,
en el umbral de la revolución de febrero. En las jornadas de junio
de 1848, fue ahogada en sangre del proletariado de París,
pero aparece en los restantes actos del drama como espectro. Se
anuncia la república democrática. Se esfuma el 13 de junio
de 1849, con sus pequeños burgueses dados a la fuga, pero en
su huida arroja tras sí reclamos doblemente jactanciosos. La república
parlamentaria con la burguesía se adueña de toda la escena,
apura su vida en toda la plenitud, pero el 2 de diciembre de 1851 la
entierra bajo el grito de angustia de los realistas coligados: «¡Viva
la república!» La burguesía francesa, que se rebelaba contra la dominación del
proletariado trabajador, encumbró en el poder al lumpemproletariado,
con el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre a la cabeza. La
burguesía mantenía a Francia bajo el miedo constante a los futuros
espantos de la anarquía roja; Bonaparte descontó este porvenir
cuando el 4 de diciembre hizo que el ejército del orden, animado
por el aguardiente, disparase contra los distinguidos burgueses del
Boulevard Montmartre y del Boulevard des Italiens, que estaban
asomados a las ventanas. La burguesía hizo la apoteosis del sable,
y el sable manda sobre ella. Aniquiló la prensa revolucionaria, y
ve aniquilada su propia prensa. Sometió las asambleas populares a
la vigilancia de la policía; sus salones se hallan bajo la
vigilancia de la policía. Disolvió la Guardia Nacional democrática
y su propia Guardia Nacional democrática y su propia Guardia
Nacional ha sido disuelta. Decretó el estado de sitio, y el estado
de sitio ha sido decretado contra ella. Suplantó los jurados por
comisiones militares, y las comisiones militares ocupan el puesto de
sus jurados. Sometió la enseñanza del pueblo a los curas, y los
curas la someten a ella a su propia enseñanza. Deportó a detenidos
sin juicio, y ella es deportada sin juicio. Sofocó todo movimiento
de la sociedad mediante el poder del Estado, y el poder del Estado
sofoca todos los movimientos de su sociedad. Se rebeló, llevada del
entusiasmo por su bolsa, contra sus propios políticos y literatos;
sus políticos y literatos fueron quitados de en medio, pero su
bolsa se ve saqueada después de amordazarse su boca y romperse su
pluma. La burguesía gritaba incansablemente a la revolución como
San Arsenio a los cristianos: Fuge, tace, quiesce! ¡Huye,
calla, descansa! Y ahora es Bonaparte el que grita a la burguesía;
Fuge, tace, quiesce! ¡Huye, calla, descansa! La burguesía francesa había resuelto desde hacía mucho tiempo
el dilema de Napoleón: Dans cinquante ans, l'Europe sera républicaine
ou cosaque... Lo había resuelto en la république cosaque.
Ninguna Circe ha desfigurado con su encanto maligno la obra de arte
de la república burguesa, convirtiéndola en un monstruo. Esa república
sólo perdió su apariencia de respetabilidad. La Francia actual se
contenía ya íntegra en la república parlamentaria. Sólo hacía
falta el arañazo de una bayoneta para que la vejiga estallase y el
monstruo saltase a la vista. ¿Por qué el proletariado de París no se levantó después del
2 de diciembre? La caída de la burguesía sólo estaba decretada; el decreto no
se había ejecutado todavía. Cualquier alzamiento serio del
proletariado habría dado a aquélla nuevos bríos, la habría
reconciliado con el ejército y habría asegurado a los obreros una
segunda derrota de julio. El 4 de diciembre, el proletariado fue espoleado a la lucha por
burgueses y tenderos. En la noche de este día prometieron
comparecer en el lugar de la lucha varias legiones de la Guardia
Nacional, armadas y uniformadas. En efecto, burgueses y tenderos habían
descubierto que, en uno de sus decretos del 2 de diciembre,
Bonaparte abolía el voto secreto y les ordenaba inscribir en los
registros oficiales, detrás de sus nombres, un sí o un no. La
resistencia del 4 de diciembre amedrentó a Bonaparte. Durante la
noche mandó pegar en todas las esquinas de París carteles
anunciando la restauración del voto secreto. Burgueses y tenderos
creyeron haber alcanzado su finalidad. Todos los que no se
presentaron a la mañana siguiente eran tenderos y burgueses. Un golpe de mano de Bonaparte, dado durante la noche del 1 al 2
de diciembre, había privado al proletariado de París de sus guías,
de los jefes de las barricadas. ¡Un ejército sin oficiales, al que
los recuerdos de junio de 1848 y 1849 y de mayo de 1850 inspiraban
la aversión a luchar bajo la bandera de los montagnards,
confió a su vanguardia, a las sociedades secretas, la salvación
del honor insurreccional de París, que la burguesía entregó tan
mansamente a la soldadesca, que Bonaparte pudo más tarde desarmar a
la Guardia Nacional con el pretexto burlón de que temía que sus
armas fuesen empleadas abusivamente contra ella misma por los
anarquistas! «C'est le triomphe complet et définitif du
Socialisme!» Así
caracterizó Guizot el 2 de diciembre. Pero si la caída de la república
parlamentaria encierra ya en germen el triunfo de la revolución
proletaria, su resultado inmediato, tangible, era la victoria de
Bonaparte sobre el parlamento, del poder ejecutivo sobre el poder
legislativo, de la fuerza sin frases sobre la fuerza de las frases.
En el parlamento, la nación elevaba su voluntad general a ley, es
decir, elevaba la ley de la clase dominante a su voluntad general.
Ante el poder ejecutivo, abdica de toda voluntad propia y se somete
a los dictados de un poder extraño, de la autoridad. El poder
ejecutivo, por oposición al legislativo, expresa la heteromanía de
la nación por oposición a su autonomía. Por tanto, Francia sólo
parece escapar al despotismo de una clase para reincidir bajo el
despotismo de un individuo, y concretamente bajo la autoridad de un
individuo sin autoridad. Y la lucha parece haber terminado en que
todas las clases se postraron de hinojos, con igual impotencia y con
igual mutismo, ante la culata del fusil. Pero la revolución es radical. Está pasando todavía por el
purgatorio. Cumple su tarea con método. Hasta el 2 de diciembre de
1851 había terminado la mitad de su labor preparatoria; ahora,
termina la otra mitad. Lleva primero a la perfección el poder
parlamentario, para poder derrocarlo. Ahora, conseguido ya esto,
lleva a la perfección el poder ejecutivo, lo reduce a su más
pura expresión, lo aísla, se enfrenta con él, como único blanco
contra el que debe concentrar todas sus fuerzas de destrucción. Y
cuando la revolución haya llevado a cabo esta segunda parte de su
labor preliminar, Europa se levantará, y gritará jubilosa: ¡bien
has hozado, viejo topo! Este poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática
militar, con su compleja y artificiosa maquinaria de Estado, un ejército
de funcionarios que suma medio millón de hombres, junto a un ejército
de otro medio millón de hombres, este espantoso organismo
parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad
francesa y le tapona todos los poros, surgió en la época de la
monarquía absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que dicho
organismo contribuyó a acelerar. Los privilegios señoriales de los
terratenientes y de las ciudades se convirtieron en otros tantos
atributos del poder del Estado, los dignatarios feudales en
funcionarios retribuidos y el abigarrado mapa muestrario de las
soberanías medievales en pugna en el plan reglamentado de un poder
estatal cuya labor está dividida y centralizada como en una fábrica.
la primera revolución francesa, con su misión de romper todos los
poderes particulares locales, territoriales, municipales y
provinciales, para crear la unidad civil de la nación, tenía
necesariamente que desarrollar lo que la monarquía absoluta había
iniciado: la centralización; pero al mismo tiempo amplió el
volumen, las atribuciones y el número de servidores del poder del
Gobierno. Napoleón perfeccionó esta máquina del Estado. La
monarquía legítima y la monarquía de Julio no añadieron nada más
que una mayor división del trabajo, que crecía a medida que la
división del trabajo dentro de la sociedad burguesa creaba nuevos
grupos de intereses, y por tanto nuevo material para la administración
del Estado. Cada interés se desglosaba inmediatamente de la
sociedad, se contraponía a ésta como interés superior, general (allgemeines), se sustraía a la propia iniciativa de los
individuos de la sociedad y se convertía en objeto de la actividad
del Gobierno, desde el puente, la escuela y los bienes comunales de
un municipio rural cualquiera, hasta los ferrocarriles, la riqueza
nacional y las universidades de Francia. Finalmente, la república
parlamentaria, en su lucha contra la revolución, viose obligada a
fortalecer, junto con las medidas represivas, los medios y la
centralización del poder del Gobierno. Todas las revoluciones
perfeccionaban esta máquina, en vez de destrozarla. Los partidos
que luchaban alternativamente por la dominación, consideraban la
toma de posesión de este inmenso edificio del Estado como el botín
principal del vencedor. Pero bajo la monarquía absoluta, durante la primera revolución,
bajo Napoleón, la burocracia no era más que el medio para preparar
la dominación de clase de la burguesía. Bajo la restauración,
bajo Luis Felipe, bajo la república parlamentaria, era el
instrumento de la clase dominante, por mucho que ella aspirase también
a su propio poder absoluto. Es bajo el segundo Bonaparte cuando el Estado parece haber
adquirido una completa autonomía. La máquina del Estado se ha
consolidado ya de tal modo que frente a la sociedad burguesa, que
basta con que se halle a su frente el jefe de la Sociedad del 10 de
Diciembre, un caballero de industria venido de fuera y elevado sobre
el pavés por una soldadesca embriagada, a la que compró con
aguardiente y salchichón y a la que tiene que arrojar
constantemente salchichón. De aquí la pusilánime desesperación,
el sentimiento de la más inmensa humillación y degradación que
oprime el pecho de Francia y contiene su aliento. Francia se siente
como deshonrada. Y, sin embargo, el poder del Estado no flota en el aire.
Bonaparte representa a una clase, que es, además, la clase más
numerosa de la sociedad francesa: los campesinos parcelarios. Así como los Borbones eran la dinastía de los grandes
terratenientes y los Orleans la dinastía del dinero, los Bonapartes
son la dinastía de los campesinos, es decir, de la masa del pueblo
francés. El elegido de los campesinos no es el Bonaparte que se
sometía al parlamento burgués, sino el Bonaparte que le dispersó.
Durante tres años consiguieron las ciudades falsificar el sentido
de la elección del 10 de diciembre y estafar a los campesinos la
restauración del imperio. La elección del 10 de diciembre de 1848
no se consumó hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851. Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos
individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos
existan muchas relaciones. Su modo de producción los aísla a unos
de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos. Este
aislamiento es fomentado por los malos medios de comunicación de
Francia y por la pobreza de los campesinos. Su campo de producción,
la parcela, no admite en su cultivo división alguna del trabajo, ni
aplicación alguna de la ciencia; no admite, por tanto,
multiplicidad de desarrollo, ni diversidad e talentos, ni riqueza de
relaciones sociales. Cada familia campesina se basta, sobre poco más
o menos, a sí misma, produce directamente ella misma la mayor parte
de lo que consume y obtiene así sus materiales de existencia más
bien en intercambio con la naturaleza que en contacto con la
sociedad. La parcela, el campesino y su familia; y al lado, otra
parcela, otro campesino y otra familia. Unas cuantas unidades de éstas
forman una aldea, y unas cuantas aldeas, un departamento. Así se
forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de
unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de
un saco forman un saco de patatas. En la medida en que millones de
familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las
distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura
de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquéllos
forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios
una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no
engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y
ninguna organización política, no forman una clase. Son, por
tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio
nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una
Convención. No pueden representarse, sino que tienen que ser
representados. Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo
como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un
poder ilimitado de gobierno que los proteja de las demás clases y
les envíe desde lo alto la lluvia y el sol. por consiguiente, la
influencia política de los campesinos parcelarios encuentra su última
expresión en el hecho de que el poder ejecutivo somete bajo su
mando a la sociedad. La tradición histórica hizo nacer en el campesino francés la
fe milagrosa de que un hombre llamado Napoleón le devolvería todo
el esplendor. Y se encuentra un individuo que se hace pasar por tal
hombre, por ostentar el nombre de Napoleón gracias a que el Code
Napoléon ordena. «La recherche de la paternité est
interdite». Tras 20 años de vagabundaje y una serie de
grotescas aventuras, se cumple la leyenda, y este hombre se
convierte en emperador de los franceses. La idea fija del sobrino se
realizó porque coincidía con la idea fija de la clase más
numerosa de los franceses. Pero, se me objetará: ¿y los levantamientos campesinos de media
Francia, las batidas del ejército contra los campesinos, y los
encarcelamientos y deportaciones en masa de campesinos? Desde Luis XIV, Francia no ha asistido a ninguna persecución
semejante de campesinos «por manejos demagógicos». Pero entiéndase bien. La dinastía de Bonaparte no representa al
campesino revolucionario, sino al campesino conservador; no
representa al campesino que pugna por salir de su condición social
de vida, la parcela, sino al que, por el contrario, quiere
consolidarla; no a la población campesina, que, con su propia energía
y unida a las ciudades, quiere derribar el viejo orden, sino a la
que, por el contrario, sombríamente retraída en este viejo orden,
quiere verse salvada y preferida, en unión de su parcela, pro el
espectro del imperio. No representa la ilustración, sino la
superstición del campesino, no su juicio; sino su prejuicio, no su
porvenir, sino su pasado, no sus Cévennes modernas, sino su moderna
Vendée. Los tres años de dura dominación de la república parlamentaria
habían curado a una parte de los campesinos franceses de la ilusión
napoleónica y los habían revolucionado, aun cuando sólo fuese
superficialmente; pero la burguesía los empujaba violentamente
hacia atrás cuantas veces se ponían en movimiento. Bajo la república
parlamentaria, la conciencia moderna de los campesinos franceses
pugnó con la conciencia tradicional. El proceso se desarrolló bajo
la forma de una lucha incesante entre los maestros de escuela y los
curas. La burguesía abatió a los maestros. Por vez primera los
campesinos hicieron esfuerzos para adoptar una actitud independiente
frente a la actividad del Gobierno. Esto se manifestó en el
conflicto constante de los alcaldes con los prefectos. La burguesía
destituyó a los alcaldes. Finalmente, los campesinos de diversas
localidades se levantaron durante el período de la república
parlamentaria contra su propio engendro, el ejército. La burguesía
los castigó con estados de sitio y ejecuciones. Y esta misma
burguesía clama ahora acerca de la estupidez de las masas, de la vile
multitude que la ha traicionado frente a Bonaparte. Fue ella
misma la que consolidó con sus violencias las simpatías de la
clase campesina por el Imperio, la que ha mantenido celosamente el
estado de cosas que forman la cuna de esta religión campesina.
Claro está que la burguesía tiene necesariamente que temer la
estupidez de las masas, mientras siguen siendo conservadoras, y su
conciencia en cuanto se hacen revolucionarias. En los levantamientos producidos después del golpe de Estado,
una parte de los campesinos franceses protestó con las armas en la
mano contra su propio voto del 10 de diciembre de 1848. La
experiencia adquirida desde 1848 les había abierto los ojos. Pero
habían entregado su alma a las fuerzas infernales de la historia, y
ésta los cogía por la palabra, y la mayoría estaba aún tan llena
de prejuicios, que precisamente en los departamentos más rojos la
población campesina votó públicamente por Bonaparte. Según
ellos, la Asamblea Nacional le había impedido caminar. Ahora no había
hecho más que romper las ligaduras que las ciudades habían puesto
a la voluntad del campo. En algunos sitios, abrigaban incluso la
idea grotesca de colocar, junto a un Napoleón, una Convención. Después de la primera revolución había convertido a los
campesinos semisiervos en propietarios libres de su tierra. Napoleón
consolidó y reglamentó las condiciones bajo las cuales podrían
explotar sin que nadie les molestase el suelo de Francia que se les
acababa de asignar, satisfaciendo su afán juvenil de propiedad.
Pero lo que hoy lleva a la ruina al campesino francés, es su misma
parcela, la división del suelo, la forma de propiedad consolidada
en Francia por Napoleón. Fueron precisamente las condiciones
materiales las que convirtieron al campesino feudal francés en
campesino parcelario y a Napoleón en emperador. Han bastado dos
generaciones para engendrar este resultado inevitable: el
empeoramiento progresivo de la agricultura y endeudamiento
progresivo del agricultor. La forma «napoleónica» de propiedad,
que a comienzos del siglo XIX era la condición para la liberación
y el enriquecimiento de la población campesina francesa, se ha
desarrollado en el transcurso de este siglo como la ley de su
esclavitud y de su pauperismo. Y es precisamente esta ley la primera
de las idees napoléoniennes que viene a afirmar el segundo
Bonaparte. Si comparte todavía con los campesinos la ilusión de
buscar la causa de su ruina, no en su misma propiedad parcelaria,
sino fuera de ella, en la influencia de circunstancias secundarias,
sus experimentos se estrellarán como pompas de jabón contra las
relaciones de producción. El desarrollo económico de la propiedad parcelaria ha invertido
de raíz la relación de los campesinos con las demás clases de la
sociedad. Bajo Napoleón, la parcelación del suelo en el campo
completaba la libre concurrencia y la gran industria incipiente de
las ciudades. La clase campesina era la protesta omnipresente contra
la aristocracia terrateniente, que se acababa de derribar. Las raíces
que la propiedad parcelaria echó en el suelo francés quitaron al
feudalismo toda sustancia nutritiva. Sus mojones formaban el
baluarte natural dela burguesía contra todo golpe de mano de sus
antiguos señores. Pero en el transcurso del siglo XIX pasó a
ocupar el puesto de los señores feudales el usurero de la ciudad,
las cargas feudales del suelo fueron sustituidas por la hipoteca y
la aristocrática propiedad territorial fue suplantada por el
capital burgués. La parcela del campesino sólo es ya el pretexto
que permite al capitalista sacar de la tierra ganancia, intereses y
renta, dejando al agricultor que se las arregle para sacar como
pueda su salario. Las deudas hipotecarias que pesan sobre el suelo
francés imponen a los campesinos de Francia un interés tan grande
como los intereses anuales de toda la deuda nacional británica. La
propiedad parcelaria, en esta esclavitud bajo el capital a que
conduce inevitablemente su desarrollo, ha convertido a l amasa de la
nación francesa en trogloditas. Dieciséis millones de campesinos
(incluyendo las mujeres y los niños) viven en chozas, una gran
parte de las cuales sólo tienen una abertura, otra parte, dos
solamente, y las privilegiadas, tres. Las ventanas son para una casa
lo que los cinco sentidos para la cabeza. El orden burgués, que a
comienzos del siglo puso al Estado de centinela de la parcela recién
creada y la abonó con laureles, se ha convertido en un vampiro que
le chupa la sangre y la médula y la arroja ala caldera de
alquimista del capital. El Code Napoléon no es ya más que
el código de los embargos, de las subastas y de las adjudicaciones
forzosas. A los cuatro millones (incluyendo niños, etc.) de paupers
oficiales, vagabundos, delincuentes y prostitutas, que cuenta
Francia, hay que añadir cinco millones, cuya existencia flota al
borde del abismo y que o bien viven en el mismo campo desertan
constantemente, con sus harapos y sus hijos, del campo a las
ciudades y de las ciudades al campo. Por tanto, los intereses de los
campesinos no se hallan ya, como bajo Napoleón, en consonancia, sin
en contraposición con los intereses de la burguesía, con el
capital. Por eso los campesinos encuentran su aliado y jefe natural
en el proletariado urbano, que tiene por misión derrocar el
orden burgués. Pero el Gobierno fuerte y absoluto -que es la
segunda idée napoléoninne que viene a poner en práctica el
segundo Napoleón- está llamado a defender por la violencia este
orden «material». Y este orden material es también el tópico en
todas las proclamas de Bonaparte contra los campesinos rebeldes. Junto a la hipoteca, que el capital le impone, pesan sobre la
parcela los impuestos. Los impuestos son la fuente de vida de
la burocracia, del ejército, de los curas y de la corte; en una
palabra, de todo el aparado del poder ejecutivo. Un gobierno fuerte
e impuestos elevados son cosas idénticas. La propiedad parcelaria
se presta por la naturaleza para servir de base a una burocracia
omnipotente e innumerable. Crea un nivel igual de relaciones y de
personas en toda la faz del país. Ofrece también, por tanto, la
posibilidad de influir por igual sobre todos los puntos de esta masa
igual desde un centro supremo. Destruye los grados intermedios
aristocráticos entre la masa del pueblo y el poder del Estado.
Provoca, por tanto, desde todos los lados, la injerencia directa de
este poder estatal y la interposición de sus órganos inmediatos.
Y, finalmente, crea una superpoblación parada y no encuentra cabida
ni en el campo ni en las ciudades y que, por tanto, echa mano de los
cargos públicos como de una respetable limosna, provocando la
creación de cargos del Estado. Con los nuevos mercados que abrió a
punta de bayoneta, con el saqueo del continente, Napoleón devolvió
los impuestos forzosos con sus intereses. Estos impuestos eran
entonces un acicate para la industria del campesino, mientras que
ahora privan a su industria de sus últimos recursos y acaban de
exponerle indefenso al pauperismo. Y de todas las idées napoléoniennes,
la de una enorme burocracia, bien galoneada y bien cebada, es la que
más agrada al segundo Bonaparte. ¿Y cómo no había de agradarle,
si se ve obligado a crear, junto a las clases reales de la sociedad
una casta artificial, para la que el mantenimiento de su régimen es
un problema de cuchillo y tenedor? Por eso, una de sus primeras
operaciones financieras consistió en elevar nuevamente los sueldos
de los funcionarios a su altura antigua y en crear nuevas sinecuras. Otra idée napoléonienne es la dominación de
los
curas como medio de gobierno. Pero si la parcela recién creada,
en su armonía con la sociedad, en su dependencia de las fuerzas de
la naturaleza y en su sumisión a la autoridad que la protegía
desde lo alto era, naturalmente, religiosa, esta parcela, comida de
deuda, divorciada de la sociedad y de la autoridad y forzada a
salirse de sus propios horizontes, limitados, se hace, naturalmente,
irreligiosa. El cielo era una añadidura muy hermosa al pequeño
pedazo de tierra acabado de adquirir, tanto más cuanto que de él
viene el sol y la lluvia, pero se convierte en un insulto tan pronto
como se le quiere imponer a cambio de la parcela. En este caso, el
cura ya sólo aparece como el ungido perro rastreador de la policía
terrenal: otra idée napoléonienne. La próxima vez, la expedición
contra Roma se llevará a cabo en la misma Francia, pero en sentido
inverso al del señor Montalembert. Finalmente, el punto culminante de las
idées napoléoniennes
es la preponderancia del ejército. El ejército era el point
d'honneur de los campesinos parcelarios, eran ellos mismos
convertidos en héroes, defendiendo su nueva propiedad contra el
enemigo de fuera, glorificando su nacionalidad recién conquistada,
saqueando y revolucionando el mundo. El uniforme era su ropa de
gala; la guerra su poesía; la parcela, prolongada y redondeada en
la fantasía, la patria, y el patriotismo la forma ideal del sentido
de la propiedad. Pero los enemigos contra quienes ahora tiene que
defender su propiedad el campesino francés no son los cosacos, son
los alguaciles y los agentes ejecutivos del fisco. La parcela no está
ya enclavada en lo que llaman patria, sino en el registro
hipotecario. El mismo ejército ya no es la flor de la juventud
campesina, sino la flor del pantano del lumpemproletariado
campesino. Está formado en su mayoría por remplaçants, por
sustitutos, del mismo modo que el segundo Bonaparte no es más que
el remplaçant, el sustituto de Napoleón. sus hazañas
heroicas consisten ahora en las cacerías y batidas contra los
campesinos, en el servicio de gendarmería, y si las contradicciones
internas de su sistema lanzan al jefe de la Sociedad del 10 de
diciembre del otro lado de la frontera francesa, tras algunas hazañas
de bandidaje el ejército no cosechará precisamente laureles, sino
palos. Como vemos, todas las
«idées napoléoniennes» son las ideas
de la parcela incipiente, juvenil, pero constituyen un
contrasentido para la parcela caduca. No son más que las
alucinaciones de su agonía, palabras convertidas en frases, espíritus
convertidos en fantasmas. Pero la parodia del imperio era necesaria
para liberar a la masa de la nación francesa de peso de la tradición
y hacer que se destacase nítidamente la contraposición entre el
Estado y la sociedad. Conforme avanza la ruina de la propiedad
parcelaria, se derrumba el edificio del Estado construido sobre
ella. La centralización del Estado, que la sociedad moderna
necesita, sólo se levanta sobre las ruinas de la máquina burocrático-militar
de gobierno, forjada por oposición al feudalismo. Las condiciones de los campesinos franceses nos descubren el
misterio de las elecciones generales del 20 y 21 de diciembre,
que llevaron al segundo Bonaparte al Sinaí pero no para recibir
leyes, sino para darlas. Manifiestamente, la burguesía no tenía ahora más opción que
elegir a Bonaparte. Cuando, en el Concilio de Constanza, los
puritanos se quejaban de la vida licenciosa de los papas y gemían
acerca de la necesidad de reformar las costumbres, el cardenal
Pierre d'Ailly dijo, con voz tonante: «¡Cuando sólo el demonio en
persona puede salvar a la Iglesia católica, vosotros pedís ángeles!»
La burguesía francesa exclamó también, después del coup d'état:
¡Sólo el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre puede ya salvar a
la sociedad burguesa! ¡Sólo el robo puede salvar a la propiedad,
el perjurio a la religión, el bastardismo a la familia, y el
desorden al orden! Bonaparte, como poder ejecutivo convertido en fuerza
independiente, se cree llamado a garantizar el «orden burgués».
Pero la fuerza de este orden burgués está en la clase media. Se
cree, por tanto, representante de la clase media y promulga decretos
en este sentido. Pero si es algo, es gracias a haber roto y romper
de nuevo diariamente la fuerza política de esta clase media. Se
afirma, por tanto, como adversario de la fuerza política y
literaria de la clase media. Pero, al proteger su fuerza material,
engendra de nuevo su fuerza política. Se trata, por tanto, de
mantener viva la causa, pero de suprimir el efecto allí donde éste
se manifieste. Pero esto no es posible sin una pequeña confusión
de causa y efecto, pues al influir el uno sobre la otra y viceversa,
ambos pierden sus características distintivas. Nuevos decretos que
borran la línea divisoria. Bonaparte se reconoce al mismo tiempo,
frente a la burguesía, como representante de los campesinos y del
pueblo en general, llamado a hacer felices dentro de la sociedad
burguesa a las clases inferiores del pueblo. Nuevos decretos, que
estafan de antemano a los «verdaderos socialistas» su sabiduría
de gobernantes. Pero Bonaparte se sabe ante todo jefe de la Sociedad
del 10 de Diciembre, representante del lumpemproletariado, al que
pertenece él mismo, su entourage, su Gobierno y su ejército,
y al que ante todo le interesa beneficiarse a sí mismo y sacar
premios de lotería californiana del Tesoro público. Y se confirma
como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre con decretos, sin
decretos y a pesar de los decretos. Esta misión contradictoria del hombre explica las
contradicciones de su Gobierno, el confuso tantear aquí y allá,
que procura tan pronto atraerse como humillar, unas veces a esta y
otras veces a aquella clase, poniéndolas a todas por igual en
contra suya, y cuya inseguridad práctica forma un contraste
altamente cómico con el estilo imperioso y categórico de sus actos
de gobierno, estilo imitado sumisamente del tío. La industria y el comercio, es decir, los negocios de la clase
media, deben florecer como planta de estufa bajo el Gobierno fuerte.
Se otorga un sinnúmero de concesiones ferroviarias. Pero el
lumpemproletariado bonapartista tiene que enriquecerse. Manejos
especulativos con las concesiones ferroviarias en la Bolsa por
gentes iniciadas de antemano. Pero no se presenta ningún capital
para los ferrocarriles. Se obliga al Banco a adelantar dinero a
cuenta de las acciones ferroviarias. Pero, al mismo tiempo, hay que
explotar personalmente al Banco, y, por tanto, halagarlo. Se exime
al Banco del deber de publicar semanalmente sus informes. Contrato
leonino del Banco con el Gobierno. Hay que dar trabajo al pueblo. Se
ordenan obras públicas. Pero las obras públicas aumentan las
cargas tributarias del pueblo. Por tanto, rebaja de los impuestos
mediante un ataque contra los rentistas, convirtiendo las rentas al
5 por 100 en renta al 4,5 por 100. Pero hay que dar un poco de miel
a la burguesía. Por tanto, se duplica el impuesto sobre el vino
para el pueblo, que lo bebe al por menor, y se rebaja a la mitad
para la clase media, que lo bebe al por mayor. Se disuelven las
asociaciones obreras existentes, pero se prometen milagros de
asociación para e porvenir. Hay que ayudar a los campesinos: Bancos
hipotecarios, que aceleran su endeudamiento y la concentración de
la propiedad. Pero a estos Bancos hay que utilizarlos para sacar
dinero de los bienes confiscados de la casa de Orleans. No hay ningún
capitalista que se preste a esta condición, que no figura en el
decreto, y el Banco hipotecario se queda reducido a mero decreto,
etc. Bonaparte quisiera aparecer como el bienhechor patriarcal de
todas las clases. Pero no puede dar nada a una sin quitárselo a la
otra. Y así como en los tiempos de la Fronda se decía del duque de
Guisa que era el hombre más obligeant de Francia, porque había
convertido todas sus fincas en obligaciones de sus partidarios,
contra él mismo, Bonaparte quisiera ser también el hombre más
obligeant de Francia y convertir toda la propiedad y todo el trabajo
de Francia en una obligación personal contra él mismo. Quisiera
robar a Francia entera para regalársela a Francia, o mejor dicho,
para comprar de nuevo a Francia con dinero francés, pues como jefe
de la Sociedad del 10 de Diciembre tiene necesariamente que comprar
lo que quiere que le pertenezca. Y en institución del soborno se
convierten todas las instituciones del Estado: el Senado, el Consejo
de Estado, el Cuerpo Legislativo, la Legión de Honor, la medalla
del soldado, los lavaderos, los edificios públicos, los
ferrocarriles, el Estado Mayor de la Guardia Nacional sin soldados
rasos, los bienes confiscados de la casa de Orleans. En medio de
soborno se convierten todos los puestos del ejército y de la máquina
de gobierno. Pero lo más importante de este proceso en que se toma
a Francia para entregársela a ella misma, son los tantos por ciento
que durante la operación de cambio se embolsan el jefe y los
individuos de la Sociedad del 10 de Diciembre. El chiste con el que
la condesa L., la amante del señor de Morny, caracterizaba la
confiscación de los bienes orleanistas; «C'est le premier vol
de l'aigle» (*) [«Es el
primer vuelo (= robo) del águila»], puede aplicarse a todos los
vuelos de este águila, que más que águila es cuervo.
Tanto él como sus adeptos se gritan diariamente, como aquel cartujo
italiano al avaro, que contaba jactanciosamente los bienes que habría
de disfrutar durante largos años: «Tu fai conto sopra il beni,
bisogna prima far il conto sopra gli anni» (**).
Para no equivocarse en los años, echan las cuentas por minutos. En
la corte, en los ministerios, en la cumbre de la administración y
del ejército, se amontona un tropel de bribones, del mejor de los
cuales puede decirse que no sabe de dónde viene, una bohème
estrepitosa, sospechosa y ávida de saqueo, que se arrastra en sus
casacas galoneadas con la misma grotesca dignidad que los grandes
dignatarios de Soulouque. Si queremos representarnos plásticamente
esta capa superior de la Sociedad del 10 de Diciembre, nos basta con
saber que Véron-Crevel (***)
es su predicador de moral y Granier de Cassagnca su pensador.
Guando Guizot, durante su ministerio, utilizó a este Granier en un
periodicucho contra la oposición dinástica, solía ensalzarlo con
esta frase: «C'est le roi des drôles», «es el rey de los
bufones». Sería injusto recordar a propósito de la corte y de la
tribu de Luis Bonaparte a la Regencia o a Luis XV. Pues «Francia ha
pasado ya con frecuencia por un gobierno de favoritas pero nunca
todavía por un gobierno de chulos» (****). Acosado por las exigencias contradictorias de su situación y al
mismo tiempo obligado como un prestidigitador a atraer hacia sí,
mediante sorpresas constantes, las miradas del público, como hacía
el sustituto de Napoleón, y por tanto a ejecutar todos los días un
golpe de Estado en miniatura, Bonaparte lleva el caos a toda la
economía burguesa, atenta contra todo lo que a la revolución de
1848 había parecido intangible, hace a unos pacientes para la
revolución y a otros ansiosas de ella, y engendra una verdadera
anarquía en nombre del orden, despojando al mismo tiempo a toda la
máquina del Estado al halo de santidad, profanándola, haciéndola
a la par asquerosa y ridícula. Copia en París, bajo la forma de
culto del manto imperial de Napoleón, el culto a la sagrada túnica
de Tréveris. Pero si por último el manto imperial cae sobre los
hombros de Luis Bonaparte, la estatua de bronce de Napoleón se
vendrá a tierra desde lo alto de la Columna de Vendôme. (*)La palabra vol significa vuelo y robo (N.
de Marx.) (**) «Cuentas los bienes, cuando lo que
debieras contar son los años». (N. de Marx.) (***) En su obra La Cousine Bette, Balzac
presenta en Grevel, personaje inspirado en el doctor Véron,
propietario del periódico Constitutionnel, al tipo de filisteo más
libertino de París. (N. de Marx.) (****) Palabras de Madame Girardin (N. de Marx.)
La presente obra de Marx es publicada con fines de difusión y estudio de la obra del autor y está prohibida su reproducción con fines comerciales o de uso público.
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