Portada: Título: El malestar en la globalización.

El malestar en la globalización

Autor: Joseph E. Stiglitz Temas:  - Actualidad
- Globalización
Editorial: Taurus Páginas: 250
Lugar de Publicación: Madrid Fecha: 2002

 

Sipnosis:

  Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de economía, ha sido testigo del efecto devastador que la globalización puede tener sobre los países más pobres del planeta gracias a su puesto como vicepresidente del Banco Mundial. En esta obra sostiene que la globalización puede ser una fuerza benéfica siempre que nos replanteemos el modo en el que ha sido gestionada. El dolor padecido por los países en desarrollo en el proceso de desarrollo orientado por el FMI y las organizaciones económicas internacionales ha sido muy superior al necesario. La economía puede parecer una disciplina árida, pero las buenas políticas económicas contribuyen a mejorar la vida de la gente más pobre. Los gobiernos deben y pueden adoptar políticas que orienten el crecimiento de los países de modo equitativo. Constituimos una comunidad global y debemos cumplir una serie de reglas para convivir. Estas reglas deben ser justas, deben atender a los pobres y a los poderosos, y reflejar un sentimiento básico de decencia y justicia social.


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Crítica:

La mundialización puede ser benéfica. Pero, según el Nobel de Economía 2001, Joseph E. Stiglitz, no lo es porque está mal gobernada. El FMI tiene parte de la culpa, afirma el autor en un libro que aparecerá la próxima semana. De 'mandatario colonial', desinhibido de los efectos de su política sobre la gente, tacha el autor al teórico paladín de la estabilidad económica.

El diagnóstico de Joseph Stiglitz es contundente: 'La globalización actual no funciona'. Muchos millones de personas han notado 'cómo su situación empeoraba' y 'cómo sus empleos eran destruidos y sus vidas se volvían más inseguras', 'se han sentido cada vez más impotentes frente a fuerzas más allá de su control' y 'han visto debilitadas sus democracias y erosionadas sus culturas'.

Los argumentos de Stiglitz podrían resumirse así: la globalización alberga un potencial enorme y puede ser benéfica para todos. Si no lo es todavía es porque está pésimamente gobernada. Buena parte de la responsabilidad recae en las organizaciones internacionales: el FMI, el Banco Mundial y la OMC. El FMI es el más malo. Sus políticas tienen una doble ceguera: la ideológica y la de la incompetencia. El dramático cambio hacia la mala economía y la peor política fue en los años ochenta. Ronald Reagan y Margaret Thatcher lanzaron la gran batalla ideológica a favor del 'fundamentalismo del mercado' y el FMI y el Banco Mundial se convirtieron 'en nuevas instituciones misioneras, a través de las cuales esas ideas fueron impuestas sobre los reticentes países pobres que necesitaban con urgencia sus préstamos y sus subvenciones'. La austeridad fiscal, la privatización y la liberalización de los mercados, 'los tres pilares del consenso de Washington', se convirtieron en verdades ideológicas incontestables. De este modo, el FMI fue abandonando la misión para la que fue fundado: la estabilidad económica global. Y se convirtió en el instrumento que garantiza los intereses del capital financiero internacional.

El FMI ha actuado 'como un  mandatario colonial'. En Asia lo único que fue capaz de hacer el FMI fue acabar de hundir a los países afectados por la crisis y conseguir un gravísimo contagio en cadena para salvar a los prestamistas occidentales. La terapia de choque aplicada a la ex Unión Soviética tenía motivaciones ideológicas, pero ha sido un desastre económico y político: los ritmos son muy importantes en cualquier proceso de cambio. El resultado de la actuación de estas instituciones es que la globalización ha servido para aumentar las desigualdades y para generar un amplio movimiento de rechazo. El precio pagado ha sido superior a los beneficios: 'El medio ambiente fue destruido, los procesos políticos corrompidos y el veloz ritmo de los cambios no dejó a los países un tiempo suficiente para la adaptación cultural'. Éstas son las raíces de estos miedos de los que últimamente se habla tanto, que el discurso político desvía hacia la inseguridad para evitar el debate sobre las cuestiones de fondo.

Stiglitz, que trabajó tres años en el Banco Mundial, no quiere hacer el proceso de intenciones a las instituciones internacionales. Pero asegura que sólo desde la defensa de los intereses de los inversores occidentales se puede encontrar coherencia a las políticas del FMI y del Banco Mundial. Ellos han sido los que han otorgado al capital financiero un valor normativo que se ha impuesto por encima de la política. Stiglitz rechaza la hipótesis conspirativa: no lo han hecho por connivencia, sino por incompetencia profesional, obnubilación ideológica y desconocimiento de la realidad. Urge, por tanto, la reforma de unas instituciones que considera imprescindibles, para conseguir que los beneficios del proceso de globalización alcancen a todos.

El libro esboza una lectura política de la actuación del FMI, sobre tres ideas principales: la noción de fundamentalismo de mercado, la importancia del ritmo de las reformas ('el tiempo -y la secuencia- es todo') y la necesidad de recuperar la política.

Stiglitz nunca habla de 'neo  liberalismo', siempre utiliza la fórmula 'fundamentalismo del mercado'. Y, en efecto, es sorprendente cómo en la narración de las actuaciones del FMI reaparecen los lugares comunes de toda práctica fundamentalista. Idealismo de los principios: la imposición de la verdad -la teoría- contra las evidencias que la realidad emite, de modo que si las cosas salen mal nunca es culpa de la doctrina, sino de la incapacidad de los países en desarrollo para adaptarse y entender la buena nueva. Elitismo vanguardista: Stiglitz habla de 'un enfoque bolchevique de las reformas del mercado' con una élite encabezada por burócratas internacionales forzando cambios rápidos sobre poblaciones renuentes. Redención por el dolor: los países en desarrollo tienen que pasar por el sufrimiento para alcanzar el paraíso de las sociedades avanzadas de mercado. Si las políticas empeoran la situación hay que asumir el tránsito por la miseria y por el conflicto como los dolores de parto de la historia. Miseria del ciudadano: el individuo es insignificante al lado del valor superior que es la sociedad del mercado. Los funcionarios del FMI 'no sienten lo que hacen, como cuando se tiran bombas desde 50.000 pies'. Al FMI no le interesan en absoluto las condiciones de los ciudadanos ni los efectos que sus políticas tengan sobre sus vidas. Aplican un manual escrito en Washington que sirve para todos los usos -Stiglitz reporta errores informáticos que confirman que de un país a otro sólo se hacían algunos cambios sobre un mismo documento matriz- porque los tres pilares del consenso de Washington están por encima de los hombres. Los tiempos pasan y los modos de dominación se repiten. Los poderes se parecen mucho, sobre todo cuando pretenden una -homogeneización- universal.

Los ritmos y los tiempos: no hay reforma que pueda ser exitosa si no cuenta con un amplio consenso social. El ciudadano necesita tiempo para integrar procesos que afectan sensiblemente a su modo de estar en el mundo. En Rusia, las prisas del FMI, la famosa terapia de choque, han resultado fatales. Se urgió la privatización y la liberalización sin haber creado ni el ámbito jurídico necesario -las reglas del juego- ni el marco cultural adecuado. El resultado ha sido la corrupción y el capitalismo mafioso, sostenido además con dinero internacional. ¿Cómo privatizar sin una ley y unos tribunales para dirimir los abusos, sin gente preparada para ejercer como empresarios en un marco de competencia, sin las condiciones de libertad necesarias para que se pueda hablar realmente de economía de mercado? La privatización ha sido la transferencia de las propiedades de todos al grupo oligárquico superviviente de la antigua nomenclatura comunista. Sólo desde el fanatismo ideológico se puede negar la atención a los ritmos del cambio.

La recuperación de la política: la estrategia del FMI también es política, pero es una política degradada que pretende uniformar el espacio económico y negar la capacidad de decisión soberana a los distintos países. Y, sin embargo, en la globalización la proximidad sigue siendo importante: precisamente para acertar en los ritmos y en las secuencias. De Etiopía a Malasia, Stiglitz analiza los ejemplos que demuestran que los responsables de estos países conocían mucho mejor la situación que los funcionarios que se guiaban por una mirada de turista con las cifras macroeconómicas como gafas. Para Stiglitz, los países que mejor han superado las crisis han sido aquellos que han preferido seguir sus propias políticas antes que desmantelar sus países con las terapias del FMI. La denuncia del ninguneo de la política que hace tiene, sin embargo, un punto débil: su defensa apasionada de China, como ejemplo de transición a seguir. Su alma de economista le traiciona: como aquellos a los que critica, pone los valores del crecimiento y el desarrollo por delante de la política. En materia de libertades políticas, ¿cabe admitir los retrasos en nombre de los ritmos del cambio? ¿No es la libertad una condición necesaria para atender correctamente los tiempos y las secuencias?

Para Joseph E. Stiglitz, la gran víctima de la globalización es la responsabilidad. Precisamente para eludirla se presenta la globalización como un destino inevitable al que sólo cabe adaptarse. Pero, al final del camino, la pregunta es: ¿las instituciones globales cuyas políticas Stiglitz critica son realmente reformables o tienen razón los que sospechan que estas instituciones son los batallones de choque de un neocolonialismo pospolítico?

Josep Ramoneda. El País (18/5/2002)


Desde los años 70 los economistas vienen arrastrando un desprestigio progresivo por los fallos en sus predicciones sobre la marcha de la economía y por la falta de honestidad intelectual con la que se enfrentan a los problemas económicos. En este libro Stiglitz consigue reconciliar a los economistas con su profesión y al lector con los economistas, al demostrar que la disciplina económica es una herramienta útil si se emplea para comprender la realidad y no para justificar decisiones fundadas en la ideología.

El trabajo de Stiglitz enlaza con la más rica tradición de la economía, la de Keynes y Schumpeter, no solo por alguno de sus postulados, sino por cómo analiza los hechos: con rigor, con espíritu crítico y con vocación totalizadora. Consigue transmitir al lector la complejidad de los fenómenos económicos con una escritura amena y fácil. Traduce la teoría económica a un lenguaje claro y lógico, de tal forma que la relación entre inflación y tipo de interés o entre tipo de cambio y crecimiento, por ejemplo, aparece ante el lector de forma explícita y evidente. No duda en ilustrar sus razonamientos con metáforas contundentes y muy significativas, alejándose del oscurantismo que muchos de sus colegas utilizan para evitar la discusión y la crítica.

El libro empieza con un prólogo en el que el autor explica cuál fue su propósito: después de años de trabajo académico pasó por el consejo de Asesores del Presidente Clinton y por el Banco Mundial, donde "comprobé de primera mano el efecto devastador que la globalización puede tener sobre los países en desarrollo, y especialmente sobre los pobres en esos países". No es que el autor sea contrario a la globalización. Considera que ésta es un hecho y que sus efectos pueden ser beneficiosos, como lo han sido ya para muchos países, pero esto sólo se conseguirá mediante políticas activas de los gobiernos que contribuyan al crecimiento y que procuren que dicho crecimiento se distribuya de modo equitativo.

Los fundamentos teóricos de la economía que con su trabajo académico ha contribuido a asentar le valieron el premio Nobel en 2001. Estos principios se basan en el reconocimiento de que los mercados son imperfectos, que la información es un elemento básico en el funcionamiento de los mercados y que el acceso a la información es asimétrico; y que estos hechos deben ser integrados en los modelos macroeconómicos que los economistas utilizan para diagnosticar los problemas y diseñar soluciones si aspiran a que esos diagnósticos sean correctos y las soluciones eficaces.

Estos planteamientos llevan a Stiglitz a defender que los gobiernos deben intervenir en la vida económica, lo que ya es casi un anatema en determinados círculos económicos y políticos norteamericanos. Pero además, todo su libro ofrece una crítica demoledora a las políticas concretas que el Fondo Monetario Internacional, como máxima institución que dirige la globalización, ha impuesto tanto en los países más pobres de Africa como en los países emergentes del Este asiático, en Latinoamérica o en los procesos de transición de Rusia y los países del Este de Europa.

Su crítica es feroz pues se apoya tanto en el aspecto puramente económico como en el moral: la recetas del FMI fracasaron en su objetivo de conseguir el equilibrio macroeconómico y, además, han tenido efectos perniciosos sobre la vida de las gentes, sus perspectivas de futuro y sobre la estabilidad social de los países que las aplicaron.

Stiglitz recuerda que el FMI se creó porque después de la Segunda Guerra Mundial los gobiernos consideraban que los mercados internacionales eran imperfectos y era necesaria una acción colectiva global para la estabilidad. A lo largo de su existencia, el FMI ha ido evolucionando pero fue en los años 80, durante el apogeo del reaganismo, cuando adoptó una ideología, el "fundamentalismo del mercado", y la aplicó a todos los países y todos los problemas sin realizar aproximación intelectual o práctica alguna sobre su realidad, sin analizar las consecuencias de sus políticas y sin evaluación crítica posterior.

Las decisiones se toman a puerta cerrada y como las instituciones internacionales están dominadas por los países industrializados más ricos y por los intereses comerciales y financieros de esos países, esto "naturalmente se refleja en las políticas", nos dice el autor. Los tres ejes de esta política única, recogidos en el llamado Consenso de Washington, son estabilización, liberalización y privatización.

En los capítulos 2 y 3 el autor se centra en los países más pobres de África, en el 4 en el Este asiático y en los capítulos 5, 6 y 7 en la transición de los países comunistas (Rusia, el Este de Europa y China), y va desgranando las crisis, las intervenciones del FMI y sus consecuencias y va mostrando cómo la realidad era siempre mucho más compleja de lo que los burócratas querían saber, cómo determinados intereses particulares dominaban las decisiones que el FMI iba adoptando y, sobre todo, muestra, con no poca pasión y cierta indignación, que había otros caminos posibles y que los países que se adentraron por ellos han obtenido resultados económicos y sociales mucho mejores que aquellos otros que siguieron los dictados del Fondo.

El FMI dirige la globalización desde estrategias de estabilidad que han demostrado ser ineficaces para alcanzarla y que han tenido el grave defecto de no incluir estrategias de crecimiento, cuando el crecimiento es imprescindible tanto en los países subdesarrollados como en los emergentes y los que están viviendo la transición de la economía centralizada al mercado. Stiglitz defiende que estas estrategias de crecimiento son las que deberían presidir la agenda del FMI y que además deberían ser estrategias de crecimiento pro-pobres.

En el Este asiático las estrategias de crecimiento nacionales se basaban en el ahorro, la educación y una política industrial dirigida por el Estado. Con mayor o menor fortuna estas políticas funcionaron pero cuando en 1997 se desató la crisis financiera, el FMI arremetió contra ellas porque no eran ortodoxas e impuso estrategias de liberalización instantánea que los países más débiles, como Tailandia, se vieron obligados a aplicar y cuyas nefastas consecuencias aún está pagando la población.

Al realizar un paralelismo entre lo que se hizo al dictado del FMI y lo que se podría haber hecho, y al compararlo con lo que hicieron países que consiguieron aplicar políticas propias, van surgiendo elementos no estrictamente económicos que contribuyen a explicar los fracasos de las políticas del FMI, como la corrupción generalizada de los gobernantes en Rusia, donde éstos obtienen beneficios directos de las políticas aplicadas enriqueciéndose con las privatizaciones o contribuyendo activamente a la fuga de capitales. Su análisis de la intervención del FMI en la transición rusa le lleva a afirmar que el rescate de 1998, en el que el FMI se dejó miles de millones de dólares para mantener el cambio del rublo artificialmente alto, obedeció a la preocupación por mantener a Boris Yeltsin en el poder aunque con ello se estuviese contribuyendo a enfangar aún más al país en la decadencia y la corrupción, y a agudizar sus problemas estructurales.

El libro va desarrollando casos concretos –Etiopía, Botsuana, Corea del sur, Tailandia, Malasia, China, Rusia, Polonia– situándolos en el entorno global de las crisis de los 90, explicando cuáles fueron los fallos de las recetas que el FMI imponía y los medios, no muy edificantes, de que se sirvió para que los gobiernos se plegaran a sus dictados y cómo los países que se resistieron a ellos (Corea del Sur, Polonia) y el que nunca los adoptó (China) están en una situación infinitamente mejor que el resto.

Son especialmente ilustrativas las cuñas que va introduciendo, sobre todo al criticar la política de liberalización comercial diseñada por los países occidentales en la Organización Mundial de Comercio. Stiglitz recuerda cómo estos mismos países occidentales, en contra de lo que ahora les exigen a los países de África, Sudamérica o Asia, gestionaron sus procesos de industrialización y de desarrollo con políticas comerciales proteccionistas, con mercados de capitales cerrados y controlados, y con los gobiernos interviniendo activamente en la vida económica, promoviendo empresas productivas o financieras y estableciendo lo que Stiglitz llama la "infraestructura institucional" necesaria para que la economía de mercado pudiera empezar a funcionar.

A la luz de estos análisis combate los mitos habituales del pensamiento económico al uso:

-que el mercado aparece donde el Estado se retira: a veces si el Estado se retira surgen monopolios privados o desaparece por completo la oferta, lo que no es una alternativa mejor;

-que lo privado es intrínsecamente mejor que lo público: si la competencia en el sector privado no está regulada lo privado puede ser mucho peor, con corrupción y latrocinio a gran escala;

-que el mercado sustituye a los ineficientes por los eficientes: muchas veces aniquila a los ineficientes pero no los sustituye por nada, lo que lleva al autor a concluir que es preferible una productividad pequeña que la ausencia total de productividad;

-que el presupuesto equilibrado es una necesidad: el autor recuerda que Estados Unidos se negó a adoptar una ley de equilibrio presupuestario y que ningún economista defendería el equilibrio en un periodo de recesión.

Stiglitz se pregunta por qué se falla en los diagnósticos y las políticas y llega a la conclusión de que las razones son múltiples: la arrogancia de los funcionarios del FMI, los errores en la toma de decisiones, el dogmatismo y la enorme influencia de los intereses financieros y comerciales occidentales en las decisiones del FMI. Así todo, cuestiona la teoría de la conspiración, muy extendida en el Este asiático y Rusia, según la cual las políticas del FMI se conciben deliberadamente para debilitar a estos países. En opinión de Stiglitz es más acertada la explicación de que estas políticas responden, en cada caso, a unos intereses determinados: en la crisis del Este asiático, por ejemplo, a los de la comunidad financiera internacional, que se enriqueció a costa del empobrecimiento de estos países al obligarles a devolver los créditos o a vender activos.

Más complejo es el caso de Rusia, en el que fueron más bien los gobiernos occidentales y las élites económicas y financieras quienes impusieron soluciones económicamente nefastas para el país pero que reforzaban al gobierno de Yeltsin, ante el temor de que un presidente débil facilitara el regreso al poder de las fuerzas políticas comunistas. Desde su experiencia en los centros de decisión de Washington, Stiglitz narra que las visiones en Estados Unidos no eran monolíticas y muchos, entre ellos el Consejo de asesores del Presidente, eran contrarios a la terapia de choque de privatizaciones masivas e incontroladas, sin ninguna regulación legal, que estaba llevando a Rusia a la corrupción más absoluta y a la recesión económica, hasta el punto de que el PIB estaba retrociendo por debajo del nivel de 1989. Pero el sector mayoritario en la administración, incluso bajo la presidencia de Clinton, era el que veía la transición en Rusia como la última batalla entre el bien y el mal y su criterio fue el que se impuso. Cuando el error de las políticas fue demasiado evidente se adoptó a Putin como el nuevo salvador sin ningún proceso de rectificación intelectual, acallando el debate público en Estados Unidos.

A la crítica puramente económica de las políticas del FMI, el autor añade una crítica política sobre la falta de participación, de transparencia y de democracia en la toma de decisiones. Los países que se ven obligados a aplicar las políticas de estabilización no pueden proponer, ni alegar, ni tan siquiera modular en el tiempo las medidas que se les exigen; la condicionalidad de la ayuda de las instituciones internacionales se ha conviertido así en una nueva forma de colonialismo. Las decisiones del FMI se toman a puerta cerrada y en ellas tiene una influencia determinante el Tesoro de Estados Unidos, al que Stiglitz califica como la más secreta de las agencias norteamericanas, hasta el extremo de que, al hablar de Rusia, llega a decir que "para el Tesoro el asunto era demasiado importante como para que el presidente (de Estados Unidos) ejerciera un papel relevante en la toma de decisiones" (pag. 218).

Stiglitz no es un revolucionario y lo demuestra en los dos últimos capítulos del libro, en los que resume en siete puntos los aspectos económicos que deberían revisarse en las políticas que se propugnan y en los que reconoce, con cierto fatalismo, que las reformas que serían necesarias en los procesos de decisión del FMI no serán ni fáciles de implantar ni las veremos en breve plazo. Esboza lo que le parecen manifestaciones positivas de cambio, como el nuevo enfoque de la ronda de Qatar para un nuevo proceso de liberalización del comercio, en el que, tras las manifestaciones de Seattle, los países en desarrollo han conseguido que al menos se discuta sobre los ámbitos que quedaron fuera de la anterior ronda y que para ellos son determinantes: la apertura de los mercados occidentales a la agricultura, los textiles, la construcción y el comercio marítimo y la regulación de los derechos de propiedad intelectual, o las condonaciones parciales de deuda a los países más pobres. Considera que en los países más desarrollados, bajo la presión de la opinión pública y de los propios países emergentes, se va extendiendo entre los dirigentes políticos y económicos la convicción de que la globalización debe realizarse sobre otras bases para que sus beneficios se extiendan a todos y no a unos pocos.

Semana (20/5/2002)